La Seguridad subordinada a Operaciones

 Si la Seguridad tiene que pedir permiso para cumplir su función, algo está mal diseñado. Este artículo aborda por qué subordinar la Seguridad a Operaciones —o a cualquier otra función— debilita el control del riesgo y normaliza decisiones que terminan costando caro.
Bienvenidos todos los comentarios.
El error estructural de subordinar la Seguridad a Operaciones…, o a cualquier otra función.  Durante mi trabajo profesional me tocado ver algunas situaciones que impiden que la Seguridad -la función de, o el encargado específico- actúe correctamente, con criterio independiente y sin cortapisas, debido a que de manera formal o informalmente, este depende o se reporta a Operaciones. En algunos otros casos, he visto también absurdos más grandes: cuando esta función se subordina a Recursos Humanos, al departamento Legal, entre otros. La dependencia se justifica como una decisión práctica que para algunos puede ser lógica, o incluso, hasta eficiente, entendiendo esto como no importunar a quien verdaderamente debería estar al cargo de la supervisión de esta importante función. No obstante, es imperativo mencionar -bajo estos casos en que he podido hacer un escrutinio cercano- que cuando la Seguridad se subordina a Operaciones, aquella pierde su función esencial: la de actuar como un contrapeso totalmente independiente frente al riesgo que generan las acciones sin supervisión efectiva o análisis competente del resto del personal. Entonces, se debe distinguir claramente quién hace qué y bajo qué supuestos. Operaciones -vamos a tomar como referencia la subordinación de la Seguridad a esta función como la más común- existe para cumplir con metas específicas: producir, entregar, avanzar. La función o persona de Seguridad existe y se justifica para poner límites cuando esas metas cruzan o traspasan umbrales de riesgo que son inaceptables. No tocaré la función lógica de asesoría y capacitación interna por parte de la función de Seguridad, puesto que, naturalmente, es su quehacer específico y se da por descontado. Cuando ambas funciones responden a la misma lógica jerárquica, las naturales contradicciones que son saludables que surjan entre ambas para lograr acciones, medidas, recursos de mayor confiabilidad e integridad operacional, simplemente desaparecen; la Seguridad entonces deja de cuestionar y empieza a justificar, convirtiéndose entonces en un mero aplaudidor de desviaciones. Siendo así, ya no se evalúa y verifica que una tarea sea suficientemente segura, sino que solo sea “razonablemente segura para no detener la operación”. La presión por tiempo, la prisa operacional, el recorte de costos y gastos o la máxima continuidad operativa, ya no necesitan ser explícitos, porque se intuye que esto es entendido por todo el personal, y principalmente, en las omisiones, en los silencios, en el estiramiento de los límites operacionales y sus riesgos inherentes, en decisiones silenciosas o no tanto, las cuales no se documentan porque nadie quiere dejar rastro de su complacencia. Recuerdo en este momento a una empresa innominada, cuyo encargado de Higiene y Seguridad había ya dejado de efectuar su función principal: la de identificar peligros y evaluar riesgos, de proponer y verificar controles de riesgo, de asesorar técnicamente a la gerencia respectiva, de supervisar condiciones y prácticas de trabajo, para ser diluido y desdibujado en un mero acompañante de los grupos de trabajo; complaciente, inocuo, descafeinado -como una seguridad vegetariana- al igual que un zombi sin voluntad y sin criterio. Fue entonces cuando en esa empresa ocurrió un accidente muy serio, debido a la omisión flagrante de varias normas de seguridad eléctrica y de trabajos en altura. El percance puso en evidencia el hecho de que este funcionario había ya dejado de realizar sus funciones específicas que le habían sido asignadas formalmente. Pude conversar con él acerca de las causas de su comportamiento y suma pasividad notoria, y este no hizo más que decirme que su jefe -el gerente de operaciones- le había instruido que su función no debía atrasar las tareas, y que los requerimientos de seguridad, al ser aplicados en momentos de urgencia operativa, más bien entorpecían la bienandanza de los trabajos. Como increíble corolario, añadió que, al fin de cuentas, “uno no debe pelearse con el Niño Dios… porque me puede dejar sin regalos”. Cuando existe ese nivel de subordinación, surgen aquellas frases peligrosamente normales: “hagámoslo rápido”, “ya lo hemos hecho así antes”, “sólo será por esta vez”, “después lo corregimos”. Cuando la función de Seguridad depende de Operaciones, su capacidad de decir “no” queda vulnerada, relativizada, anulada. Y cuando el “no” ya se negocia, entonces, el riesgo se normaliza, porque existe un obvio conflicto de intereses que afecta la gestión independiente de la Seguridad. He podido atestiguar también las arquitecturas organizacionales en donde esta situación es evitada, en virtud del prudente y correcto diseño, y se han tomado medidas para hacer que la función de Seguridad se reporte al nivel más alto dentro de la organización, es decir, ante la gerencia general. La línea de reporte de esta posición a la gerencia general tiene una implicación clave: la gestión de la Seguridad, en última instancia, dependerá de qué tan claro esté el máximo tomador de decisiones acerca de su rol en modelar la cultura adecuada, y en simultáneo, corregir las situaciones por medio de medidas administrativas o de cualquier otro recurso gerencial. Incluso, profesionales competentes de Seguridad bien intencionados, terminan atrapados en un sistema en donde levantar la mano implica -de facto- frenar esos reverenciados indicadores claves de accidentes, afectar resultados funcionales, así como incomodar a quien evalúa directamente su desempeño en ese puesto. Ahí entonces la Seguridad ya dejó de ser un sistema de control y se convierte en un simple acompañante del riesgo. Una organización madura entiende que Seguridad y Operaciones deben trabajar juntas -mano a mano- pero no confundidas en las funciones particulares de cada una.  Colaborar no significa subordinarse ni ser un promotor de una cultura inadecuada hacia el riesgo. La seguridad necesita autonomía técnica y jerárquica suficiente. Y esto implica la libertad de emitir criterios incómodos, molestos -y que implicará hacer trabajo adicional y a veces hasta reprocesos- para detener tareas inseguras o métodos riesgosos cuando sea necesario. Cuando ocurre un accidente grave, nadie pregunta si la operación cumplió o no el plan. La pregunta siempre es otra: ¿quién pudo haber detenido esto y no lo hizo? ¿cuáles fueron las decisiones erróneas que se tomaron para llegar a esto? ¿cuál fue el nivel de tolerancia con el que se sintió conforme el personal participante en esta tarea que resultó en un accidente? ¿cuáles son los precursores sicológicos presentes en la mente del personal al que le aconteció el accidente? Subordinar a la Seguridad a Operaciones -o a cualquier otra gerencia o jefatura- no elimina el riesgo, más bien lo potencia por las omisiones que la naturaleza humana -el miedo a la represalia, el temor a una evaluación de desempeño negativa por el supervisor inmediato, la reticencia a actuar por no lucir contradictorio o problemático- actuará de manera muy predecible, permitiendo entonces que el riesgo solo sea desplazado… hasta que ya no hay margen para decidir.  

Comentarios

Entradas populares de este blog

La maleta de mamá

¡Cuánto te amamos, tía Lory!

Una décima para Don Ildefonso -Por Carlos R. Flores