¡Cuánto te amamos, tía Lory!
Vi a mi madre que, con alegría, sostenía en su mano la
carta que esa mañana le habían llegado a dejar del correo. Era de la tía
Lory, aquella prima lejana, quien emigró al Gran Norte siendo apenas una
adolescente, cuando en el puerto de Terebinto, uno de los oficiales de un
acorazado que durante un mes estuvo en visita de buena voluntad, se enamoró de ella sin remedio. Aquel marino profesional no perdió tiempo e hizo arreglar sus
papeles, mandándola a traer un mes después que el buque había partido.
En la familia, a grandes pinceladas, todos conocíamos la
historia —¿o leyenda ya? — de la tía Lory. Sí, aquella joven de las fotos borrosas
y en color sepia en donde se veía una morena altiva, con un rostro que evocaba a
una Sophia Loren en sus tiempos más sazones. Ella enviaba a mi madre una carta, acaso cada tres
o cinco años.
Según decía mamá, la suerte de la tía Lory había sido única
en su género. Además del dinero en abundancia que ella disponía, originado por
el conveniente casamiento con un grannorteño de abundantísimos recursos, con quien
al final ella recaló como su esposa, ella también se había encumbrado en
aquella rígida y acartonada sociedad de la costa este, en donde Rudy, su marido,
de quien recién enviudó, fue el accionista principal de un periódico muy
reconocido.
Hablar de la tía Lory en la casa de mi madre, era como filosofar
sobre el tema de la abundancia máxima y sus mecanismos para conseguirla. Sus cartas
hablaban de viajes a destinos fabulosos, de joyas de Tiffany´s; de fiestas de inimaginable
grandeza y boato. Ella era aquella
pariente rica que logró el sueño grannorteño; la que llegó muy alto por su
elegancia, por su distinción, por su criolla inteligencia innata; por saber
estar allí donde había que estar; por haber parido y sabido criar a unos hijos
modelo. “Y claro…” —afirmaba mi madre— “eso tuvo su recompensa; la tía Lory vive
ahora la cosecha de tanta abundancia y de buen vivir”.
La tía Lory, una figura que representaba tantas cosas
buenas, un inigualable modelo a seguir; se dignaba a venir a pasar unos días a
Ciudad Agrícola, alojándose en la casa de mi madre. “Me voy a agasajar en ocasión
de mis setenta calendarios…vividos con tanta gloria”, pude leer en un párrafo
de aquella carta perfumada y con letra tan preciosista.
El día que mi madre tanto ansiaba, por fin llegó. La llevé
al aeropuerto para ir a recoger a la querida tía Lory. Claro que sí, fue en la
camioneta y no en carro, porque, según mi mamá, ella debía traer varias maletas…cargadas
de regalos para todos.
“Seguro que trae obsequios de la tienda Neiman Marcus”, aseguró
mi madre. “Me cuenta que solo allí compra, que no va a otra cadena de almacenes
más que esa. Debe venir con varias de esas cremas de quinientos dólares…es que
la Lory se mima tanto…”, concluyó con una sonrisa.
Por supuesto. Pagamos el salón VIP del aeropuerto. No
podíamos desentonar. No teníamos excusa para reparar en atenciones a alguien de
ese calibre.
Vimos entrar al salón VIP, acompañada de un oficial
administrativo, a la mítica tía Lory. Memoro su porte garboso, su figura espigada;
sus gestos estudiados de maniquí, su caminado de pasarela, al que no le habían
quitado un ápice de su elegancia los naturales estragos de la implacable biología. Trajo solo una maleta tipo carry-on y una
diminuta cartera roja escarlata, de Louis Vuitton.
“Claro. Es que, acostumbrada a tanto viajar, sabe que andar
liviano es lo mejor”, justificó mi madre. “A veces eso de cargar tantos
calaches, es bastante incómodo”, aseveró.
Llegamos a Ciudad Agrícola. Nos sorprendió que la tía
Lory apenas sí comía. Prefirió unas microtajadas de sandía, un trocito de melón
y un banano, según expresó, “para mantenerme bien hidratada”.
Los primeros días en Ciudad Agrícola fueron alegres. Llevamos
a la querida tía Lory a pasear. Le produjimos un DVD con una selección muy bien
curada con los videos y fotos de su estadía; le celebramos una piñata…para
su piña de años. La llevamos a los termales de Aguascalientes; le traíamos a la
casa a un reputado masajista cubano; le compramos flores en La Grecia, le llevamos
mariachis. Mi madre se encargó de que aquella estadía fuera más que memorable.
A la semana de estar en la casa, en donde ella decía que “quiero
venirme a vivir aquí; estoy tan cansada del lujo, quiero volver a vivir las cosas
sencillas”, fue que se empezaron a notar ciertas singularidades de la querida tía
Lory.
Mandó una vez a Fátima, la asistente del hogar de mi
madre, a comprarle unas supuestas medicinas; aunque el papel que le dio consignaba,
sin extravíos, la dirección de la Chepana Artola, una reconocida cantina que había
dejado de existir a principio de los ochenta. “Un litro de guaro lija”, decía
la última línea del papel que ella acompañó con un billete de veinte dólares.
Los primeros días, ella se acostaba temprano, a como se
decía que eran las señoras de antes. Salía, según justificaba, a caminar; para
hacer ejercicio, lo que no se hacía en la casa, siendo esa la causa, claro está,
“por lo que mi vitalidad siempre se mantiene en overdrive”. Alguien dijo
que había visto a la tía Lory jugar animadamente el toro rabón en el garito de
Payo Bonilla, no lejos de la Iglesia de San Antonio.
Fue como a las dos semanas cuando mi madre, reunida con
sus amigas, mayores como ella, estaba en el grupo de oración de los miércoles a la tarde. Rezaban todas abrazadas, cuando la querida tía Lory se despertó de una siesta.
Se fue directo al grupo de señoras y les dijo, no sin su refinada cortesía del
gran mundo: “Me tienen muy preocupada, chicas… ¿en qué gran pecado vivirán que todas
las semanas tienen que estar rezando?”.
Mamá lo tomó por el lado amable. Pero eso no fue nada. Una
de esas tardes vimos a un tipo en moto, un chaval de no más de veinte años, quien
se paró en la puerta de la casa y la aceleraba con furia. La querida tía Lory
salió de su cuarto vestida con una chaqueta negra de cuero con una calavera
estampada en su espalda. “Por ahí vengo…, no me esperen temprano”, le dijo a
Fátima aquel jueves al despedirse, ya que mamá andaba en la hora santa.
La querida tía Lory regresó como a las dos de la mañana. Mi
mamá a esa hora ya estaba con dos pastillas para los nervios, conjeturando si
la habían secuestrado; si había tenido un accidente fatal; si esto o lo otro;
que quién era ese muchacho que la llevaba a pasear en moto.
Entró dando gritos y vivas en ese vecindario tranquilo de
aquellos días, antes de que el mercado, actualmente, se terminara de tragar esa
recordada casa solariega. Sostenía alzada
una botella de ron barato, la cual la tomaba “a pico”, cantando a gritos canciones
de música grupera.
Mamá al día siguiente no quiso ni salir a desayunar. Y no
fue tanto por la conducta de la querida tía Lory, sino por el contraste en la
figura que ella nos había promocionado: racimo de virtudes, vergel de hábitos
correctos, la esposa abnegada que le dio y crio hijos espléndidos a aquel grannorteño
—chele, alto y con billetes— que fue un prohombre, que tenía una calle con su
nombre y apellido dedicado por la municipalidad de Phyllis, y quien la dejó forrada
de billetes, blindada ante cualquier vicisitud imaginable con que la artera vida
pudiera emboscarla; el non-plus ultra de los modales correctos, las reina de
las buenas maneras, aquella que se sabía a la letra, punto y coma el Manual de
Carreño, ese prontuario que debía ser tan útil en esos círculos tan exclusivos
donde ella nadaba en su natural elemento.
Luego de ese episodio, la querida tía Lory estuvo todo el
día narrando lo bien que la había pasado en compañía de Liki, el motero que la
vino a traer. Solo lamentó la gran ampolla que ella se hizo en su pantorrilla,
quemada por el escape de la moto, pero ella juzgó que no era nada en comparación
con la adrenalina y gozo de esa jornada. “Ay, estos chavalos”, dijo
crípticamente la querida tía Lory con una pícara sonrisa.
Se antojó de un viaje a Diamante, a esa provincia bulliciosa
y comercial. La querida tía Lory alquiló un vehículo en la ciudad, se preparó en
detalle para el viaje. Acordamos que lo mejor era contratarle un chofer, ¡ah sí!,
fue a Mencho Ayala, para que la anduviera donde ella deseara.
La querida tía Lory se alistó temprano, con mucha
ilusión, porque según dijo, “mi agenda, para este finde, es muy ambiciosa,
chicos”.
Según testimonio de Mencho Ayala, parquearon a la orilla
de un caramanchel a la entrada de Diamante. Dentro de este, ella estuvo escuchando
música grupera mexicana, la cual seleccionó para que le quemaran varios CD, mientras
se aplicaba con disciplina de tratamiento médico, altos caballitos de tequila,
los que escanciaba de una botella de Corralejo. Narró, además, que ella pidió ir a lugar
conocido como El Punto, donde un tal Punche, un manco
quien le dio una caja de zapatos, en donde venían, envueltos con primor de empacadora
de regalos navideños, varios churros de marihuana, de los cuales la querida tía
Lory fue fumándose con deleite hasta que Mencho Ayala le pidió detenerse en la
vía, ya que él, según sus palabras, “andaba ya bien pijeado de tanto humarascal
dentro de la cabina”.
“¡Esta moña sí es calidad!”, exclamó con alborozo la querida
tía Lory al darle las primeras subidas a un churro que parecía más bien un
rollo de manzanilla, “…no ese zacate viejo con que a una la estafan allá en el
Gran Norte”, justificó. Luego, después de haber catado la hierba, pidió con
urgencia ir a Provincia Perla, en donde, preguntando, fueron a dar a Terrabona,
lugar que, según le decían sus amistades allá, en la muy conservadora y antigua
ciudad de Phyllis, que allí producían una de las mejores cannabis del
mundo, la que era ya —de facto— una legítima denominación de origen.
“Compró un gran fardo”, confesó Mencho, tomando él, hasta
entonces, conciencia de la grave eventualidad de que hubieran podido detenerlos
a ambos por tráfico de estupefacientes.
Dijo que la jornada de ese día terminó en el Mama Nola,
en las inmediaciones del aeropuerto internacional, aquel antro que los sábados tenía
bailes de desnudos, en exclusiva, para público femenino. Allí estuvo la querida
tía Lory hasta la madrugada del domingo, en que Mencho la subió al vehículo en
calidad de bulto, habiendo ella consumido más tequila que el más chingón de la
mafia mexicana.
La querida tía Lory pasó en casa de mi madre un total de 27
días, vividos con intensidad…para ambas partes. El episodio que puso fin a su
estadía, o, mejor dicho, a la extendida celebración de “mis primeros setenta
años”, como ella decía, fue cuando en nuestra casa de mar, su celular empezó a
timbrar sin parar.
“Contestá, Lory”, le dijo mi madre. Ella, de manera
extraña, no quería atender la llamada.
El teléfono siguió frenético repicando sin cesar.
“Puede ser algo urgente”, repitió mi madre.
La tía Lory hizo un gesto despectivo. Pasaron unos
segundos. Entonces se arriesgó a contestar y puso la llamada en altavoz.
Se escuchó la voz de un muchacho, quien, en inglés, reclamaba
con ira, no sin intercalar un insulto hacia ella, cada tres o cuatro palabras.
Preguntaba que cuándo ella regresaría, ya que él ya no tenía nada para comer; que
lo que le había dejado en la refrigeradora, hacía ya varios días se le había
acabado. Quedó claro que él pedía que le enviara dinero.
“Pero… ¿y ese quién es, Lory?”, dijo mi madre alarmada
por la virulencia en el tono de aquella voz.
Se hizo un silencio. La querida tía Lory sonrió con malicia.
“Es mi novio, Little Jimmy”, dijo ella. “Acaba de cumplir
los veinte. Todos los hombres son cortados con la misma tijera, tanto a los veinte
como a los noventa. Mañana mismo me regreso”.
Carlos Romano Flores Molina
Santa María del Mar
Marzo 2025
direccion@cambiocultural.net
Disfrute enormemente este relato, la naturaleza de la narrativa me cautivó de tal manera que me transporté a esos lugares imaginarios y reales. Toda una genialidad la exposición de los acontecimientos y sentí vivirlos en el proceso. Gracias Carlos. Orgullosamente tu amigo: Erving.
ResponderEliminar