El Doctor Nacatamales (13-dic-2024)
El Doctor Nacatamales
Autor: Carlos R. Flores – direccion@cambiocultural.net
Cuando
memoro mis 10 años vividos en País Sur, no dejo de evocar siempre un desfile
interminable de personajes. Algunos son de grata recordación, los hay neutros, y uno
que otro que —sin duda— me provocan el sabor de un olvido feliz, de una ausencia
deseada.
Soy creyente
de que no hay una vivencia que no esconda una lección, una moraleja, un
aprendizaje útil; ya sea para el momento, acaso para el futuro, o bien, para
cuando a alguien pueda regalársele una moneda de experiencia, aunque esto sea
una ilusión, o una vulgar vanidad.
De aquellos
personajes que van en ese desfile, hay uno que guardo allí, en los pliegues de
la memoria, como uno de los más agradables: Aristófanes Eulogio Merlo Cascante,
o para otros, el doctor Eulogio Merlo, así a secas; aunque a aquel hombre se le
conocía mucho más por su nom de guerre: El Doctor Nacatamales. Sé con
certeza que él nunca siquiera sospechará la huella positiva que dejó en mi
persona, y acaso pecando de atrevido por asegurarlo, intuyo que, en muchas
personas también.
Lo recuerdo
como un monumento viviente al trabajo, a la constancia, a la dignidad; a la
tozudez de lograr resultados, a pesar de las durezas de los rigores que
implique retar con valentía a las circunstancias más adversas. Y al final, vencerlas;
venciéndose también a sí mismo.
Lo memoro
alto, de unos 180 centímetros, de facciones regulares, de tez morena y cabello ralo
y ensortijado —que aquí le llamamos murruco—, siempre de pantalón negro
y chaqueta ligera del mismo color. Usaba camisas blancas de manga larga, con
mancuernillas. Bastante delgado, más bien enjuto. Era como un Don Quijote sin
bigote ni barba, lampiño. Su caminado era
pausado y firme, remarcando los pasos, con la constancia de un viejo buey
carretero.
Aquel hombre
de silueta escuálida y figura lúgubre, tal como un encargado de funeraria, había
trabajado como visitador médico de un laboratorio farmacéutico en su país
natal. A regañadientes de su padre, estudió Derecho y se había graduado solo
para complacerlo, aunque nunca había ejercido la profesión. Cuando le tocó
vivir situaciones límite en un país extraño, tuvo la oportunidad de probarse a
sí mismo.
Eulogio
llegó a ese país una tarde lluviosa de junio, bajo un tremendo aguacero, acompañado
de su mujer, su suegra —quien había recién enviudado— y sus tres hijos menores.
Estuvieron radicados, por un tiempo, en un pueblo de montaña —muy frío y
húmedo— no lejos de la capital.
Se dedicó
primero a vender ropa hecha que confeccionaba su mujer. Recorría las calles de lo que se conocía como
la planicie central, que era un conurbano que agrupaba las cuatro provincias inmediatas,
en donde residía la mayoría de la población.
Evoco que al
salir de la universidad y transitar hacia el centro de la capital para tomar el
bus de regreso a mi lugar cotidiano, no era infrecuente encontrármelo en las calles,
siempre con su caminado un poco encorvado —intuyo que por el peso del maletín
de visitador médico que sujetaba de un brazo— donde transportaba los diversos artículos
que ofrecía a sus clientes.
Eulogio era
lo que antes aquí se conocía como un buhonero. En ese país, a ese
antiguo oficio le llamaban polaco. Es lo que ahora conocemos como corteros;
los que venden al crédito artículos y que pasan cobrando en cada pago de
quincena.
Ofrecía fajas,
relojes, anillos, pulseras, baterías y toda suerte de artículos de bajo precio.
Era un verdadero profesional de las ventas puerta a puerta, y a viva voz. Comparado con Eulogio, el predicador más
activo no era más que un simple diletante; un aficionado, ya que aquel no dejaba
puerta —abierta o cerrada— sin visitar para vender.
Recuerdo que
un día iba por la calle y lo encontré en el portal de una mítica soda —fonda o
cafetería— en donde recalaban personajes de toda laya, entre cambistas de dólares,
contrabandistas, delincuentes de cuello blanco, y hasta exnazis; y sí, claro
que sí, incluso aquellos perseguidos por la INTERPOL, con la distinción de Boleta
Roja.
En ese legendario
establecimiento no era extraño encontrar mesitas con parroquianos de apariencia
muy inocente, degustando un café entre amigos, y en no más de cuatro personas, podrían
distribuirse así, a las rápidas, no menos de quinientos años de cárcel, si es
que se calculaban las condenas potenciales que les serían dictadas por un juez,
si aquellos fuesen capturados en los diversos países que los reclamaban por sus rosarios de fechorías.
Eulogio allí
me dijo que ahora estaba intercalando, al final de las tardes de venta de ropa,
con el cambio de moneda. Narró con satisfacción las peripecias de su incorporación
al colegio de profesionales del Derecho en aquella nación, y que, de ahora en
adelante —me anunció, viéndome como un cliente prospecto— él podría realizar
gestiones legales diversas, como una propuesta más de su extendido catálogo.
Lo vi algunas
veces los fines de semana, en el Parque Las Pampas, en donde los domingos había
juegos de béisbol de equipos conformados por mis paisanos. Allí él llegaba también,
siempre ofreciendo a quien quisiera escucharle, su extendido compendio de
artículos y gestiones, enfatizando ahora los trámites legales, la realización
de diligencias migratorias, entre otros oficios.
No era
alguien que se arredrara ante la gente.
En donde veía que había personas reunidas —o prospectos de clientes— tal
cual avezado y locuaz evangelista, iniciaba un discurso o alocución de ventas,
ofreciendo a viva voz su creciente línea de variados productos y servicios:
ropa, bisutería, joyería de fantasía, relojes, licuadoras, equipos de VHS y lectores
de DVD; enfatizando en las gestiones legales que ofrecía, según él lo
pregonaba, con “eficacia garantizada o la devolución íntegra de su dinero”.
Él ya era
una figura reconocida en los círculos de nuestros paisanos. En efecto, algunos afirmaban que lo avistaban
con frecuencia no solo en la capital, sino que en otros lugares diversos. En esas
mañanas domingueras de béisbol, otros discutían que a esa misma hora lo habían visto en otra
provincia, en un punto diametralmente opuesto de donde otros atestiguaron que lo
habían divisado en ese preciso momento. No
sin cierto sentido lúdico, en conversaciones que, junto con el sol, iban
subiendo de tono, hasta se conjeturó de que si lo que se afirmaba era cierto,
de haberle visto en dos lugares a la vez, pues a lo mejor este podría ser
un caso viviente del don de la bilocación, atribuido a San Francisco de
Asís, a San Martín de Porres, y a San Antonio de Padua, entre otros muy pocos personajes del santoral.
Un día lo
encontré en un comedor popular, adyacente a una parada de buses en el extrarradio
de la ciudad. Coincidimos en almorzar allí. Vi que algunos comensales a su alrededor,
en tono de chanza, le preguntaban que cuánto tiempo y distancia caminaba por día.
Él contestó, con naturalidad que, en tiempo, él invertía hasta doce horas diarias en sus caminatas como vendedor de a pie.
—Mirá, man —les
complementó con la mirada absorta mientras degustaba el primer bocado de su
almuerzo—. En distancia, pienso que camino diario, por lo menos, entre doce a
quince kilómetros, o acaso más. Hay días que he hecho veinte. Con decirte que tengo que cambiar el tacón de
los zapatos cada sábado, y eso que hasta les pongo tapillas metálicas; las
suelas, me duran solo quince días; a veces menos. Es que tengo que ir a buscar a los clientes a
las calles, y allí, hablarles de frente. No hay otra forma de vender si no es
metiéndole piernas a este negocio.
En una
ocasión me tocó verlo en la casa de unas amistades, en donde llegué un domingo
con otros compañeros, listo para hacer un recorrido en bicicleta por ciertos senderos
rurales adyacentes a la capital. Nuestras
amistades nos habían invitado a que desayunáramos en familia antes de salir a
pasear con nuestros caballitos de hierro.
—¿Ya llegó
el doctor Eulogio? —alguien desde dentro de la casa preguntó con un aire
solemne.
—Ya viene en
camino —dijo la voz de una mujer, en un tono no menos ceremonioso.
Asumí que de
seguro era una gestión legal la que tomaría lugar. Al poco rato lo vi llegar. Se
bajó de un bus en una parada que estaba casi al frente de la casa donde
estábamos. A la distancia del otro lado de la calle, observé su lánguida figura,
su caminar lento y remarcado; su estampa melancólica que recordaba a un gallo
remojado, o acaso a un integrante de una orden mendicante, y en paralelo, la paradoja absurda
de parecer, a la vez, alguien anacrónico, vestido de levita. Reparé en su otear parsimonioso.
Escudriñaba con atención a ambos lados de la vía, verificando que un vehículo no
fuera a atropellarlo. Entonces cruzó la calle con cuidado, casi que de
puntillas, y se dirigió hacia la vivienda.
Noté que cuando
él ingresó a la casa él portaba un maletín ejecutivo, más delgado y de
mejor aspecto que el abultado cartapacio de visitador médico. Ya de cerca, percibí la apariencia de aquel bulto negro
mate; más apropiado y a tono con su título de profesional del Derecho. Vestía, como siempre, de negro riguroso. Discerní
en sus mancuernillas doradas el elaborado grabado de sus iniciales. Entró y saludó con reverencia
y circunstancia —casi fúnebre— a cada uno de los presentes. Alguien le hizo una venia y
entonces se sentó en una mecedora ubicada en un extremo de la sala. Se quedó
allí quieto, meciéndose imperceptiblemente, sujetando con elegancia su
maletín ejecutivo.
Un minuto después, salió a recibirlo el dueño de la casa, quien le preguntó al doctor Eulogio si
había traído el encargo solicitado.
—¡Oh sí! ¡Claro que lo traje! —respondió el
multifacético personaje, poniéndose de pie—. Aquí justo lo ando...
—¿En dónde?
—inquirió con extrañeza el hombre, ahora sacando y abriendo su billetera—. Si
solo te veo ese cartapacio de abogado...
—Pues aquí
mismo —el doctor Eulogio le contestó en tono elegante, con garbo y prestancia, buscando
una mesa adyacente, sobre la cual, con cuidado, colocó el maletín.
Fue entonces
cuando procedió a abrir el portafolios y allí estaban, cuidadosamente empacados,
doce humeantes nacatamales, tal cual fueran artículos de colección, como mazos
de dinero ordenados simétricamente en el distinguido maletín que usaba ahora como profesional
del Derecho.
—Vienen calientitos
—el doctor Eulogio dijo con premura— ¡Buen provecho a todos!
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