Los funerales de El Gallito - por Carlos R. Flores
Los funerales de El Gallito
Acababa de almorzar cuando vi el mensaje en el móvil. Era mi esposa, quien me informaba, con tristeza notoria, de la muerte de El Gallito. Este era el esposo de su mejor amiga, Dorotea Bustamante, conocida por muchos aquí en la ciudad como la pastora Bustamante.
“Ni modos”, le dije. “Vamos a ir a la vela hoy temprano. ¿Me imagino que ya averiguaste dónde va a ser?”
“Funeraria La Senda, por supuesto”, me dijo como asegurando la proverbial reputación de formalidad y tradición de dicha casa de pompas fúnebres. “A partir de las 4.00 p.m. Va a ser una vela muy concurrida”, finalizó diciendo.
Empecé a adelantar ciertos trabajos que tenía pendientes, para asegurarme de ir a la vela de El Gallito sin problemas de tiempo, sobre todo también, por el tráfico de locura a esa hora en la ciudad capital, el cual hacía que cualquier diligencia en esa franja de tiempo, tomara horas enteras.
La verdad es que a El Gallito, solamente una vez le vi, en una fiesta de un cliente de mi esposa, un call center, en donde él asistió. Me pareció alguien apartado, poco comunicativo; tal vez desconfiado de la gente, en contraste con su esposa, la pastora Bustamante, quien gusta mucho de micrófonos y de hablar en público.
Ella regenta una pequeña congregación religiosa en el sector de Aguas Calientes.
“Vamos pues”, le dije a mi esposa. “Nos vemos en la funeraria”.
Consideré que era mejor movilizarme en moto, ya que el tráfico -a como ya se dijo- estaría de locura a esas horas. Tomé mi vieja Yamaha YBR 125 y me dirigí al sitio para estar puntual.
El tráfico era un verdadero caos, pero al final, llegué sin inconvenientes. Al dejar parqueada mi motocicleta me saludó un cuidacarros, quien vestido con un uniforme de vigilante, viejo y raído, quería asegurarse desde ya la propina por el supuesto cuido de la moto.
“Por aquí me la deja, padrino”, me dijo en ese tono con el que le hablan a los que notan que uno ya es un adulto mayor. Creen, erróneamente, que con este tipo de trato están haciendo una muestra de respeto.
“Bien cuidadita allí se la voy a tener, padrino”, dijo haciendo un aspaviento como de estar muy alerta al entorno.
Entré a la funeraria, notando que el ambiente estaba muy concurrido. Dudé que el público allí aglomerado fueran amigos de El Gallito o de la pastora, pero por las dudas, pregunté dónde estaba ubicada la vela de Mauro Eligio Herradora Duarte, ya que a él nadie le conocía como El Gallito, ya que este era un mote de cariño que su esposa, la pastora, así le decía, y casi siempre, me consta, con el añadido de A.B. que eran las iniciales de Amor Bello, es decir, El Gallito Amor Bello.
Un hombre de mediana edad, de traje entero, me respondió que la vela de alguien apellido Herradora tomaba lugar en el fondo y a mano derecha.
Noté que la funeraria era un espacio engañoso, ya que desde fuera se apreciaba estrecho, casi que apretujado, pero una vez ingresando al vestíbulo, antes de bifurcarse hacia las diferentes salas de velación, el local se tornaba bastante amplio, teniendo seis salas de éstas, las cuales, a su vez, eran también capillas no-denominacionales en donde se celebraban las ceremonias según la fe de los familiares del fallecido.
El Gallito había muerto de una larga enfermedad y que de la cual él -aparentemente- ya se había curado.
El período desde el cual él fue diagnosticado hasta que falleció -finalmente y tras una penosa agonía-, tomó veintiséis meses.
Las dos ocasiones en donde El Gallito aparentó estar ya curado definitivamente, fueron más bien diagnósticos erróneos de los médicos que le vieron.
No obstante, la pastora, en su visión religiosa de todo lo que acontecía y de lo que no acontecía, lo llevó en recorridos de proclamación de milagro de sanación no solo por varias iglesias de la misma denominación que ella profesaba, sino que también, por algunas radios de la capital, en donde El Gallito, no exento de teatralidad, narraba su calvario desde aquel terrible diagnóstico, hasta el momento de la autoproclamada cura milagrosa de su padecimiento, pero que en los ejemplos de referencia que la literatura médica citaba sobre esa enfermedad, estos tenían siempre un desenlace fatal.
Pasé a la sala de velación indicada, y una vez allí, vi que el ambiente se correspondía más bien a una alegre fiesta que a un velorio.
Había una gran aglomeración de gente. Se encontraban allí algunas personas que yo conocía de las noticias, del ámbito académico, personas de distintas procedencias, así como particulares que, según supuse, habían tenido alguna relación con El Gallito, o bien, con su progenitora, de quien supe hasta que él estuvo internado en una reconocida clínica de México, que era hijo de una reconocida profesional del gremio farmacéutico privado, y con una extensa red de relaciones sociales y familiares.
Saludé protocolariamente a quienes pude identificar. Poco después, divisé a los dos hijos menores de El Gallito, a quien saludé también y les expresé algunas palabras mínimas de consuelo.
Noté en el salón decenas de arreglos florales que habían sido enviados por diversas personas y empresas, así como por varios organismos extranjeros.
Para mí era un dato poco conocido la gran red de relaciones sociales y empresariales de la madre de El Gallito, a quien vi luego allí, a la Licenciada Eudora Cabezas, vestida de manera muy sencilla; y me pareció que se sentía muy cómoda en sus evidentes ropas de trabajo.
Ella, muy serena y dueña de sí misma, saludaba y agradecía las muestras de pésame por el fallecimiento de su querido hijo; el menor de los dos que ella había tenido con su esposo, y de quien se había divorciado años antes, el doctor Pascual Herradora Duarte, una verdadera eminencia médica reconocida en el país, y quien se había retirado ya de la profesión, compartiendo ahora su vida en España con una joven mujer a quien él le triplicaba la edad, a como contemporáneamente no es raro en absoluto atestiguar estos casos.
Noté que el ataúd de El Gallito estaba cerrado. Alguien -según escuché entre los corrillos allí formados- había ordenado dicha restricción de manera terminante.
El hecho me llamó la atención porque la enfermedad de El Gallito -hasta donde yo sabía, aunque de manera ingenua, según me enteré después-, no era contagiosa.
Sin embargo, el tema de la prohibición de abrir el ataúd me llenó de curiosidad, preguntándome si en verdad esa supuesta enfermedad que dijeron que lo mató, no había sido más bien una tapadera para disfrazar otra dolencia contagiosa, o bien, hasta epidémica, que pusiera en peligro al público allí congregado.
Vi las caras de la gente en el salón. Noté que todos estaban felices y relajados, departiendo con alegría, tal y como correspondía ahora la tradición en este tipo de eventos, en los cuales -quiérase o no- estos se convierten en alegres tertulias en donde se come, se bebe, se chismea, se coquetea, se buscan romances y se encuentran amancebamientos, y que… de manera obvia, se disfruta en grande de una reunión social; mientras que el muerto… allí tendido y con cara muy seria, es el único que no participa del jolgorio en que estos acontecimientos han devenido.
Pasé allí sentado una media hora, leyendo un libro recién adquirido, viendo el desarrollo de la vela y las curiosidades que uno puede llegar a observar en ellas.
Con la algarabía de un evento deportivo, cada cierto tiempo se conformaban grupos que, de manera entusiasta, se tomaban selfies con sus celulares. Algunos buscaban el encuadre perfecto, para que el ataúd saliera en el fondo de la fotografía; otros haciendo varias correcciones para captar en la imagen, no solamente ellos y el féretro, sino también, los arreglos florales, ya que el número y tamaño de estos, vale decirlo, determinan si la vela, y lógicamente también, el entierro, se corresponden con una imagen de grandeza, magnificencia y lucimiento, a tenor de la sociedad del espectáculo y de la competencia en temas banales en que hoy todos nos encontramos nadando con esto de las redes sociales.
Vi a alguien quien andaba con su celular tomando fotos en detalle de cada uno de los arreglos florales que allí se encontraban.
Pude observar también de cómo algunos presentes hacían una seña a sus acompañantes -acaso sus mujeres-, y estas se les aproximaban, y como en un ritual muy ensayado y milimétrico, desde sus carteras, estas sacaban solamente la cabeza o el pico de una botella de licor y le servían un trago largo-largo, decantado en uno de los populares e inocentes vasitos de poliestireno.
Así estuve viendo las dinámicas humanas que acontecían en el sitio. Vi a una señora que coqueteaba con un joven, allí, desde su silla en donde ella se encontraba aparentando mucha formalidad y recato. Se notaba que ella era una consumada artista de las miradas.
Observé a alguien que le echaba un ojo a un celular que estaba allí, recibiendo carga, pero que se advertía en su mirada que esperaba la oportunidad para alzarse con él.
Un masculino registraba con premura y delicadeza la cartera de su mujer, justo en el tiempo en que ella se había levantado para saludar a otras damas que recién habían ingresado.
Un joven de cabello hirsuto -chirizo- a como se les llama aquí en el país, acumulaba en un plato diversos bocadillos, que evidenciaba que estaba guardándolos para más tarde, a la usanza de casos conocidos de personas que, con mucha disciplina, se hacen presente en este tipo de eventos… pero solo para poder comer y circunvalar la necesidad de trabajar.
Sin querer, pude escuchar las voces de un trío de mujeres jóvenes que se llegaron a sentar justo al lado mío, en donde yo continuaba con la lectura distraída de mi libro.
“Era un verdadero hijueputa...”, dijo una de ellas. “Le daba una tremenda mala vida a la Dorotea”, expresó con una mezcla de tristeza y de resentimiento.
“La última que supimos…”, así intervino otra de ellas, “fue la silla que le quebró en la espalda. La pobre Dorotea anduvo como tres días en que no podía ni voltear a ver a los lados, del semejante turcazo que le metió”.
“Gracias a Dios, amiga”, dijo entonces la que hasta ahora no había hablado. “Es mejor que se haya muerto, pero lo risible es que, una vez que alguien se palma, por muy maldito que ese haya sido, todos empiezan a decir que era una gran persona; que tenía tales o cuales virtudes, que una casi que se caga de la risa porque pareciera que están hablando hasta de otro individuo, y no del hijueputa este que tanto la torturó”, finalizó diciendo.
Puse una cara de estar mayormente concentrado en el libro, como para que las féminas no sospecharan que yo estaba escuchando su conversación. Sé que por mi parte, este era un hecho cuestionable, pero yo no lo podía evitar, puesto que acontecía allí mismo, a medio brazo de distancia de la silla donde yo estaba.
“Y eso sin que hablemos de la lista de queridas que le pasó por enfrente a la Dorotea”, añadió ahora la que había hablado de primero. “Cuando él estuvo trabajando en la financiera Tu Amiga, él allí no dejó mujer alguna sin habérsela pasado por la bragueta. Se llevó en el alma hasta la afanadora… y de ajuste, hasta la hija de ella; pero allí fue donde su jefa y la amante oficial de él en la financiera -la gerente de personal- lo descubrió, y despechada, hizo que lo corrieran, terminando él de nuevo en la calle, desempleado; por pasarse de buchón, por querer encebollarse a todas las mujeres de allí, como si fuese una obsesión compulsiva”, la fémina terminó diciendo.
La verdad que yo no manejaba información sobre estas supuestas conductas de El Gallito, no obstante que las conversaciones escuchadas me sirvieron para retraer algunas pláticas que, de pura casualidad, había yo oído que mi esposa a veces sostenía con Dorotea. A ella le hablaba de tener paciencia, de aguantar, y de cómo hacerle frente a situaciones que, aunque no podían ser deducibles claramente de la conversación unilateral, sí que podía intuirse que eran quejas de una mujer que enfrentaba retos muy serios en su relación.
Me levanté para ir a los baños y pude observar allí que, en la sala anexa, había otra vela muy concurrida, pero esta tomaba lugar con mucho menos algarabía, pareciéndome incluso… una reunión muy triste.
Me llamó la atención ver el color del ataúd; me lució idéntico al de El Gallito: negro mate con detalles dorados en las asas, las agarraderas y las barras adheridas al féretro, con una placa de madera en bajorrelieve con el nombre y emblema de la funeraria.
Me acerqué para ver si identificaba por allí en esa aglutinación de personas, a alguien conocido y con quien conversar. No encontré a nadie de quien yo tuviera la más mínima idea de conocerle.
Me devolvía ya sobre mis pasos cuando me topé a Jaime Indalecio Rivas, un infaltable de cualquier evento social; y por cierto, un vecino del reparto donde vivíamos. Este era una enciclopedia sobre noticias y chismes de todo nivel.
“Le tocó el turno a la Mama Luisa”, expresó con una pretendida familiaridad. “Es la matrona de todos los Fonseca Bejarano, mis primos”, me dijo expresando una sonrisa como dando gracias por la proverbial oportunidad para él, de venir a comer los bocadillos de la vela.
“Se nos fue rapidito”, acotó expresando de nuevo una cercanía que no existía en la realidad. “Ayer ella ya amaneció malita. Le agarró un dolor en la parte baja del vientre y la llevaron a la clínica Te Amamos… pero ¡qué va! No pudo ver la mañana de hoy”, puntualizó poniendo una ensayada cara de aflicción.
“¿Me das raid a la casa?”, me solicitó ahora en un tono de ruego.
“Ando en moto, Jaimito”, le dije sin remordimiento alguno. “No creo que quepás en ella como pasajero... y además, no ando otro casco”.
“Cagada entonces”, me respondió. “Voy a buscar a alguien que me lleve. Ya vine a hacer acto de presencia, y también, ya voy bien comido”, me confesó, en el momento que una joven con uniforme de la funeraria pasaba con una bandeja de mini-emparedados y él agarraba cuatro de ellos y los envolvía en un par de servilletas.
La joven le entornó los ojos como acusándolo de glotón.
“Voy ya prepeado por si acaso me da una hambrita al estar en la cama, amorcito mío”, le dijo a la muchacha sin el menor rubor.
Le hice la observación de que yo estaba allí por motivos de otra vela, la del esposo de la pastora Bustamante.
“Ya fui a darle el pésame”, me dijo con suficiencia. “También me comí unos pastelitos en las dos otras salas”, terminó con un gesto como el de haber cumplido una misión.
“¡Barbaridad de vela!”, le dije para señalar la gran cantidad de personas presentes en la sala donde estaba El Gallito. “Los arreglos florales son tantos que da para cargarlos en más de un camión”.
Nos despedimos. Una vez de regreso en la sala de El Gallito, el ambiente allí se había tornado mucho más activo. Más gente estaba entrando, más bocadillos eran repartidos, más arreglos florales entraban sin cesar.
Llegó mi esposa. La saludé. Conversamos rápidamente sobre temas de la casa. Le dije que me retiraba en ese momento porque no quería desvelarme, y que de todos modos, mañana tendríamos que estar de vuelta para la ceremonia religiosa y el entierro.
Me despedí de otras personas, y en especial, de los hijos de El Gallito, así como de la madre de él, quien al igual que cuando la vi por vez primera, lucía imperturbable, muy dominada en sí misma.
Al día siguiente, temprano, mi esposa y yo regresamos a la funeraria. Todo estaba en preparación para las dos ceremonias religiosas de distinta denominación, y que tomarían lugar, en secuencia, a partir de las nueve de la mañana.
Vi entrar a Dorotea, a la pastora Bustamante.
Andaba vestida no como para una vela, sino que para una fiesta. Usaba un traje de noche de tonos azules y muy ceñido al cuerpo, el cual le dejaba ver las redondeces que aún poseía a sus cuarenta recién cumplidos.
Llevaba unos zapatos de plataforma, como para ir a una disco. Un sombrerito al estilo de los que utiliza la realeza inglesa, con un velo de redecilla tan tupido, que apenas le dejaba ver el rostro.
Caminaba con un paso pretencioso, estudiado, ensayado; como si tal, ella fuera más bien una compañerita de sus dos hijos, los cuales los vi de nuevo, allí entre los presentes, cada uno jugando con su celular, con su mente a años luz de la vela y de las circunstancias de vida en que ellos ahora quedaban con la muerte de su padre, El Gallito.
Dorotea, con cierta afectación, empezó a saludar a todos los presentes.
Noté en ese instante de cómo se corrió la voz en la cantidad de personas que allí estaban, cuando alguien dijo que ella era la viuda de Mauro Herradora, o para mí, de El Gallito.
Eso fue como ver en vivo la ecuación correspondiente a la dispersión del rumor, la cual se ha modelado matemáticamente desde hace tiempos, y ahora, con el advenimiento de las redes sociales, esta ecuación ha incorporado nuevos factores.
Más y más personas empezaron a darle el pésame a la pastora.
Pasaron unos minutos. La ceremonia católica estaba a punto de comenzar. En el fondo, apareció un sacerdote, bastante recio por cierto, para no decir obeso. Estaba acompañado de una señora mayor, quien fungía como su ayudante; aunque el tono en que ambos hablaban parecía más bien el de dos amigos íntimos.
La misa empezó temprano. Alguien dijo que la madre de El Gallito, católica, había instruido que se iba a comenzar con la misa, y que, posteriormente, se continuaría con la ceremonia del culto o adoración que prescriben las denominaciones evangélicas.
De cajón, la homilía giró en torno a la resucitación de Lázaro, en donde Marta, su hermana, daba por descontado que él ya había muerto.
El sacerdote citó varios otros pasajes en donde se hacía alusión a la vida futura; que todos nos volveremos a ver; que en realidad nadie ha muerto nunca, sino que solo parecen estarlo, etc., entre otras citas bíblicas similares, las que suenan más bien como relatos infantiles ante el brutal e imponente misterio de la muerte.
Vi al sacerdote que en un par de ocasiones estaba jadeando y notoriamente transpirado, aunque la temperatura del salón estaba muy fría. Se notó cuando la ayudante de éste le puso en el atril que estaba allí dispuesto, dos botellas con un líquido oscuro. Él, apurado, tomó un sorbo de una de las botellas, mostrándose luego más tranquilo, menos sudado y con mejor ánimo y talante.
Pude notar a Dorotea sentada en primera fila, y que, en un gesto de velado desprecio, no despegó ni un momento la vista de su celular, haciendo caso omiso a las indicaciones que el sacerdote señalaba en el ritual católico que estaba tomando lugar.
Sus hijos, siguiendo el ejemplo silente que su madre estaba dándoles, hacían lo mismo. Su atención completa estaba concentrada en la pantalla de ese dispositivo tan ubicuo, que ha llegado ya a ser un factor tan frecuente en el deterioro y rompimiento definitivo de relaciones de larga data.
Terminada la liturgia católica, se continuaría ahora con el ritual evangélico.
Fue allí cuando Dorotea se levantó y se fue a la entrada de la sala de velación. Allí ella pidió un micrófono: ahora estaba en su elemento natural.
Empezó a dar unas palabras de agradecimiento a los presentes. Luego hizo un resumen de lo que restaba de la actividad y que la caravana partiría hacia el cementerio general, una vez terminara la ceremonia y que salieran de la funeraria.
A continuación, muy animada -como si no fuese la viuda-, con una gran sonrisa empezó a hablar de manera más suelta, presentando ahora al pastor.
Dio una larga introducción con una biografía épica de este, y pareció que a nadie le quedó claro ni cómo él se llamaba.
Luego ella pidió un gran aplauso para él, como si el evento fuese más bien un programa de búsqueda de talentos, o un concurso de belleza.
El pastor -a tono con la grandilocuente introducción que fue más bien digna para un artista-, entró con aires de estrella de rock a la sala de velación…
Pero solamente unas cuatro personas le aplaudieron... y de manera muy escuálida. El resto, y a como no podía ser de otra forma, mantuvo la compostura, teniendo presente que estaban en una vela, y que necesariamente, había que exhibir cierto decoro y actitud de recato.
El ritual terminó sin variantes. Cánticos, alabanzas y una oración final que más bien tuvo tonos de discurso, de admonición y advertencia ante la proximidad del Infierno, el cual, según el que ahora habló, está esperándonos allí, muy pacientemente, a máxima temperatura y por toda la eternidad: a nosotros pecadores que no supimos conducirnos de manera ejemplar en esta existencia tan pasajera.
Justo al terminar, el ambiente se tornó más bien como el de un centro logístico que el de un cortejo fúnebre, ya todos en preparación para salir hacia el cementerio.
Dorotea estaba flanqueada por dos mujeres que a ella le daban instrucciones confusas, como si ella fuera la que estaba dirigiendo la movilización. Pero, en realidad, era doña Eudora, la madre de El Gallito, quien tras bambalinas les indicaba a dos supervisores uniformados sobre todo lo que había que hacer.
En un momento, todo se había vuelto una algarabía y un corre-corre sin sentido para conformar la caravana del cortejo fúnebre.
De pronto, entraron a la sala de velación no menos de diez hombres fornidos, todos enfundados en un uniforme de una escuela de manejo, y quienes empezaron a hablar en voz alta, indicando que lo primero que cargarían eran los arreglos florales, y que, para tal efecto, afuera había cuatro camionetas disponibles.
Estos hombres solicitaron a todos los presentes que por favor ayudáramos a llevar hasta los vehículos los arreglos florales y las coronas.
Así se hizo, y tal cual, en unos pocos minutos estuvieron cargadas las camionetas.
El ambiente se puso más activo y ajetreado. Se vio que también había un gran movimiento en las salas de velación adyacentes, puesto que, en dos de ellas, estaban ya también en preparación de salida para conformar las caravanas hacia los cementerios de destino.
Alguien desde el fondo de la sala, uno de los funcionarios de la funeraria vestido de un traje fúnebre muy desgastado, dijo en voz alta que en ese momento debían cargar el ataúd para ingresarlo a la carroza fúnebre, la cual tenía pintados en las puertas los emblemas de esa empresa.
El hombre del traje luido requería la ayuda directa de varios de los que allí estábamos. Por un momento, al yo voltear a ver a la izquierda de mi punto de visión, alguien me pidió que le ayudara a llevar a una de las camionetas un remanente de arreglos florales, lo cual hice sin vacilación, alejándome entonces del lugar donde estaba el féretro de El Gallito.
Estas ofrendas florales habían sido almacenadas en un cuarto de servicio adyacente a a los retretes del personal de la funeraria, por lo cual, no habían sido vistas por quienes, de previo, hicimos la ronda de carga en las camionetas.
Una vez que el remanente de los arreglos florales fue puesto sobre las tinas de esos vehículos, se vio que venían de salida tres ataúdes, cada uno proveniente de la sala de velación correspondiente, ubicadas una al lado de la otra.
Divisé a la pastora Bustamante con su mano adjunta al ataúd de El Gallito, pronunciando una oración. El cortejo incipiente se fue completando hasta introducir el féretro en una de las tres carrozas fúnebres del mismo color y estilo, y que estaban allí, estacionadas, una tras otra, ya listas para partir.
Anticipándome al embotellamiento que, con certeza, iba a resultar en las calles adyacentes a las de la funeraria, aceleré el paso para alcanzar mi vehículo y salir con premura hacia el cementerio general.
Mi esposa, según me indicó a través de un chat, llegaría hasta el camposanto en un microbús de la funeraria, y que como servicio agregado -no faltaba más, pues La Senda era la mejor del país, según ella me repitió con una sonrisa que se notaba a través de su mensaje de voz- había provisto para la viuda y un grupo de familiares, así como para sus amistades más cercanas.
Me tardé como unos treinta minutos en arribar al cementerio. Noté que, aparcados a un lado de la entrada, estaban ya un par de mariacheras, de estas camionetas tipo station wagon que sirven para transportar a estos músicos a los eventos en que son contratados.
Por fin, media hora después de mi arribo al cementerio, llegó el cortejo fúnebre de El Gallito.
El sol estaba bastante fuerte. El calor y el reflejo eran simplemente imponentes. La camisa que yo llevaba ya estaba empapada por la transpiración. El cinturón lo sentí muy húmedo y goteaba el sudor que de mi cuerpo estaba recibiendo.
La movilización desde la entrada del camposanto hasta el pequeño mausoleo de la familia materna de El Gallito, fue también otra marcha heroica, y a como ya se dijo, por el gran bochorno de la hora.
Una vez allí, en el extremo occidental del cementerio, empezó una nueva ceremonia religiosa. Allí habló otro hombre. Fue una secuela más de la explicación detallada y didáctica de las torturas del Infierno, de las que el primero de ellos ya había expuesto gráficamente en la sala de velación.
Varias personas que estaban allí ya se veían agobiadas por la temperatura tan atroz.
Una adulta mayor tuvo un desvanecimiento. Fue llevada de urgencia debajo de la sombra de un enorme almendro ubicado a unas decenas de pasos de allí; luego, al parecer, ella se recuperó, pero no volvió a arrimarse a la cripta donde El Gallito reposaría para siempre.
Entonces, como obedeciendo a una ensayada coreografía, Dorotea tomó un micrófono que estaba conectado a un parlante que portaba uno de los dos grupos de mariachis allí ya listos para la acción.
Estos, de manera intercalada, según ella lo dijo, como en un pulso o concurso musical, estarían cantando las canciones predilectas de ambos: del difunto y Dorotea.
Ella, en su alocución, ponderó la figura de El Gallito.
En un ejercicio de sinceridad, así dijo: “No eras el mejor esposo del mundo…, pero para mí… eras el indicado; no eras el mejor padre del mundo… pero tus hijos dicen que sí, que estaba bien pues..., que ni modos; que ese fue el papá que les tocó y que te aceptaban tal y como fuiste”, entre las caras de asombro de los concurrentes alrededor de la cripta.
“Dejabas mucho que desear…”, dijo Dorotea, “pero eras un hombre generoso… y no solo para con nosotros, tu familia, sino que para otras mujeres amigas tuyas, a quienes también les dabas dinero…”, expresó esto mientras doña Eudora, la madre del difunto allí tilinte, puso una cara de molestia y de resentimiento: sus ojos le brillaban de forma extraña, de seguro que por las palabras dichas por la pastora Bustamante.
Otra adulta mayor -y según se dijo era una tía abuela de El Gallito-, fue llevada bajo la sombra del proverbial almendro, con síntomas de hiperventilación, como resultado de la abrumadora temperatura que no daba tregua a nadie de los que allí estábamos, ni siquiera con paliativos de agua embotellada, trapos, gorras, sombreros, chalinas y sombrillas de alegres colores.
Dorotea -sin la más mínima empatía por la gente a su alrededor- pidió la primera ronda de rancheras. Estas fueron cantadas solamente por ella. Luego intercaló una que otra anécdota de cuando ella y El Gallito se conocieron, entre otros detalles de índole más bien íntima, que no eran dables para ser expresados ante esa audiencia tan diversa.
Habló del primer encuentro sexual entre ellos dos y la canción que pusieron en repetición continua toda esa noche; así sin pudores, teniendo a su lado a sus dos menores hijos, quienes la veían con una inocultable molestia.
Continuaron el duelo de las dos bandas de mariachis, notándose que varias personas -incluso ahora las más jóvenes- se estaban retirando hacia los lugares adyacentes, donde había más sombra, para escapar de la calina que emanaba de la tierra como evaporación causada por el sol inclemente.
Al final, a una seña enérgica de doña Eudora, idéntica a la del umpire cuando canta un safe en home, los dos grupos de mariachis pusieron fin a su duelo de canciones, el que por un momento pareció que, si alguien no les ponía coto, se extendería indefinidamente hasta desmayar a todos y a cada uno de los concurrentes.
Se procedió entonces con el consabido ritual del entierro, comenzando a acercar el ataúd hacia la boca de la fosa; este ya había sido cruzado por dos sogas que, debajo de él, servirían para darle balance y soporte para ser descendido a su última morada.
Fue en este momento que alguien con una voz de adulta mayor, así gritó: “¡Quiero ver por última vez a mi muchachito!”
“¡Sí!, ¡sí!”, dijeron a coro varias voces femeninas.
“¡No lo hemos visto porque no han dejado verlo!”, gritó otra señora en un tono que delató una voz más que idónea para cantar en las purísimas, en la celebración de la virgen cada siete de diciembre.
Los gritos de este pedimento, al unísono, se dejaron escuchar en forma creciente.
Doña Eudora, a regañadientes, hizo con sus manos un gesto repetitivo buscando calmar los ánimos.
“Está bien, se va a abrir la ventana, pero solo para que lo vean por un minuto. Acuérdense que por regulaciones de salud, esto no puede estarse haciendo así irresponsablemente, y mucho menos por mí, que soy una profesional en este campo. Por una cuestión de prudencia, siempre deben tomarse medidas preventivas...y por otro lado, la verdad sea dicha, que a mí no me gusta ese morbo de que estén curioseando a ver cómo quedó el difunto...”, finalizó diciendo.
Un grupo de al menos unas cincuenta personas se movilizó rápidamente hacia los alrededores del ataúd, buscando esa postrer vista.
“¡Quiero ver a mi muchachito!”, gritó de nuevo la adulta mayor que había iniciado la petición de ver por última vez a El Gallito.
Presto y raudo, uno de los enterradores, quien aún sostenía en sus manos una de las cuerdas para bajar la caja al sepulcro, se volvió hacia la parte superior de esta; la inspeccionó y vio que un par de clavos habían sido remachados en la ventana. Pidió un martillo a uno de sus compañeros, quien cargaba en una cubeta plástica varias herramientas del oficio, y de una vez, procedió a extraer los dos clavos, hasta dejar libre la ventana del féretro.
“¡Vean por última vez al muertito!”, dijo el hombre, al levantar por fin la ventana ya liberada de los dos clavos.
Entre las primeras que se acercaron a ver el cadáver estaba una señora mayor; una mujer más o menos joven; y ya por último, Jonás, el hijo menor de El Gallito.
Se hizo un silencio que se podía agarrar con las dos manos.
Luego se arrimaron varias personas diversas, entre familiares, amistades y simples curiosos.
“¡Ayyyyyyyyyy! ¡Nóooooooooooooo!”, gritaron unas voces como si fuesen un solo individuo y en unánime tono lastimero.
“¡Ese no es El Gallito!”, chilló una mujer joven, quien con estupor empezaba a alejarse de la caja, haciendo gestos violentos y reiterados como si tal discutiera con alguien.
El escándalo iba creciendo. Los deudos, los dolientes y los acompañantes, con mucho asombro se acercaban al ataúd como para comprobar esa especie de milagro vil, o acaso, como producto de un acto maléfico, que resultó ver allí dentro, el cadáver de una mujer mayor de cabello rojo encendido, y con un maquillaje tan espeso, que su cara parecía más bien la de un pastel de cumpleaños.
El sitio alrededor de la cripta tenía un ambiente de rebelión. Los gritos, quejas e insultos contra los supuestos responsables, no se hicieron esperar.
Fue entonces cuando divisé a uno de los hombres de traje negro, al que había visto que conducía el microbús donde habían transportado a Dorotea, a sus familiares y amistades más cercanas, y en el cual también viajó mi esposa.
Me aproximé hacia él porque vi que su cara tenía una expresión como de culpa; el talante de quien cometió un descuido, un error grave e irreparable.
Noté que, al irme acercando a él, sacó su celular y empezó a hablar con alguien, y en un tono alterado, como de reclamo.
Se volteó dándome la espalda, como para que yo no pudiera oír los detalles de la llamada.
Solo atiné a escuchar que él, de manera enérgica, le dijo a su interlocutor:
“Ustedes los despachadores la cagaron todita. Montaron en esta carroza a la señora de apellido Fonseca; a doña Luisa, la del cabello rojo; creo que así se llama a la que me traje a pasear en este recorrido. No se fijaron que los ataúdes eran iguales”, dijo sin esconder su enojo.
Carlos R. Flores
Santa María del Mar
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