Una décima para Don Ildefonso -Por Carlos R. Flores
Una décima para Don Ildefonso
Por: Carlos R. Flores
—¡Cómo no me voy a acordar de don Ildefonso Calderón!
—respondió mi amigo Rufus, casi al punto de la indignación, cuando le pregunté
sobre ese personaje de Ciudad Fiel—. Su muerte fue uno de los acontecimientos
más grandes que he podido presenciar en la provincia —enfatizó con una vigorosa
gesticulación de sus manos.
—¿Fue cierto que era poeta? —aventuré en tono
cuidadoso, para evitar que me escucharan los comensales alrededor de nuestra
mesa, en el irreverente ambiente de la comidería La Cumbiamba—. Alguien aseguró
que don Ildefonso era tan ducho a las poesías, que ya en sus últimos años, solo
le gustaba hablar en décimas.
—Por supuesto que sí —contestó con convicción—.
Era famoso por sus décimas, las que recitaba de improviso ante cualquier
circunstancia; ya sea como piropo, como halago, queja o insulto. En eso nadie
le metía las manos.
—Aunque dicen que lo más tremendo fue su
entierro —acoté— por la gran cantidad de gente.
—Pero no solo el entierro —ripostó Rufus,
ahora con entusiasmo, ganoso por contar la historia—. Hay que precisar que el episodio
comienza desde que lo encontramos, ya con los ojos hormigosos, tirado en un
camastro, como muestra evidente de haber fallecido al culminar el acto sexual. Tenía
una sonrisa en la cara que no se le quitó ni cuando su esposa lo mandó a masajear
para borrarle ese gesto postrero de felicidad. Varios intervenimos cuando su
esposa mandó a las muchachas de la casa, para que le plancharan la cara con una
plancha eléctrica.
—Comparemos versiones —le dije para provocarle;
yo sabía que Rufus, como compañero bombero del finado, estuvo de testigo privilegiado
desde que se inició la búsqueda cuando se reportó como desaparecido—. Narráme
por favor la historia, según vos la viviste.
“Don Ildefonso era uno de los verdaderos prohombres
de Ciudad Fiel…”, dijo mi interlocutor, antes de ser interrumpido por una voz femenina
que habló en un tono muy alto, justo en la mesa contigua.
“Santo Varón, Don Ildefonso Calderón, que
Dios lo tenga a la diestra en Su Reino Eterno”, expresó con solemnidad una señora
mayor, de aspecto venerable, quien, al comer, había estado escuchando con atención
el recuento que Rufus empezaba.
“El día en que él desapareció, algunos lo
vieron salir de La Mancha Brava, uno de los tres bares de los que él
frecuentaba después de haber asistido, siempre con mucha devoción, a la Hora
Santa, a la que no fallaba cada jueves, en la Iglesia del Promontorio. Fue entonces, que, de cajón, él pidió allí su
media de extraseco. Como era habitual, esperaba verse con una más de las muchachas
de donde Juan Charrasqueado, o bien, de cualquier otro proveedor. Eran las cuatro y cuarto de la tarde. Él ya
estaba bien entonado, lo cual ocurría cuando don Ildefonso recitaba, a
la que le tocaba en turno, un par de décimas a viva voz, como señal que ya
estaba listo para irse al motel; de preferencia a El Ñáñaras, o acaso al
Un Ratito Más, ambos muy baratos y ubicados casi en el mismo kilómetro en
la carretera de ingreso a Ciudad Fiel, pero en sentidos opuestos de la misma”, puntualizó
Rufus.
—¿Y fue cierto que lo envenenaron, a como rumoraron
al principio? —hice la pregunta, de nuevo, como para alterar a mi amigo, a
sabiendas que él desmentiría con vigor esa versión, pues era falsa también.
“No, no, no. ¡Qué va a ser!”, Rufus replicó con
suficiencia. “Fue un cortocircuito al corazón. Eso del bebedizo, fue un recurso
heroico de doña Mirna, su esposa, como para disimular el bochorno de que él murió
en su ley: encajado”.
En esa época, a principios del año dos mil, la
revolucionaria pastilla azulita, vino a sacar de la solitaria condición de abandonados
muebles antiguos y decorativos, a toda una legión global de adultos mayores —como
ya lo son los protagonistas actuales de este diálogo—, quienes de repente, y
por virtud de los avances científicos, de pronto se encontraron con nuevos
bríos e impulsos de conquistadores marchosos; de reverdecidos poetas y de
enamorados otoñales de jovencitas frescas y sazonas; de puros amores de roconola…,
es decir, que ahora se tenía que pagar en metálico a la vendedora de encantos, tal
cual al echar la moneda para escuchar la pieza deseada.
“Claro”, prosiguió Rufus, “es que Don Ildefonso
ya arañaba los tres chelines; 74 y algo de calendarios a cuestas”.
Por supuesto que, a esas alturas del partido,
él tomaba sus pastillas para la presión, para el corazón; para ese motor
propulsor del amor físico. Las Nitrostat, así como las Imdur,
la Isordil; factores de riesgo eventual que él
no consideró al experimentar el prodigio arrollador del portentoso fármaco del
placer; esa pastillita azul que lo extrajo de aquel páramo seco y frío de la
falta de respuesta viril, ante tantos y tantos estímulos bellos que abundan en Ciudad
Fiel.
Se aficionó a la sensación de resucitarse de nuevo
—a ratos— en ese toro de Miura que él una vez fue…aunque ahora empastillado; en
ese orangután en celo, quien también embelesado escribió, y hasta hoy, todos
pueden leer en la entrada del bar La Cacambuca, la famosa décima que Don
Ildefonso le compuso, a la que él le llamaba “La maravilla azul”.
No me gustas; ¡me encantas!
Cuando joven
gran jinete,
sin ayuda, gran talento,
mas el tiempo, vil tormento,
me volvió un manso vejete.
Cuando te probé, al ver,
me dio en pensar: "¡Qué juguete!
No me ayudará ni un tantito".
Pero al ver tu efecto escrito
y probarte con recelo,
no fue un gusto, fue un anhelo…
¡Me encantó, lo admito y grito!
“Todo un poeta. Un gran vate”, afirmó Rufus, pero
más bien celebrando la hazaña —o proeza— de él conservar íntegra aún la memoria
del verso, como una bofetada al Alzheimer.
“Para que alguien se inspire así, de
improviso, pues se requiere una gran habilidad”, me dijo, ahora como para él convencerme
de las supuestas dotes de Don Ildefonso como un panida.
“Doña Mirna”, continuó Rufus, “al no llegar él
esa noche a su casa, fue a dar parte a las autoridades. Les manifestó que era
obvio que, a su varón, lo habían secuestrado. Movilizó hasta el Cuerpo de
Bomberos, de donde don Ildefonso tenía el grado de Capitán; el segundo rango
más alto en esa jerarquía provincial. Lo buscamos toda la noche y la mañana del
día siguiente; no lo encontramos, a pesar de que peinamos la ciudad y sus
alrededores como una aguja. Indagamos en Las Catecúmenas y el El
Búnker, que eran los dos otros burdeles de su predilección. ¡Ah! También
registramos cuarto por cuarto El Golfo Pérsico, donde varios clientes,
alarmados, salieron despavoridos.
Fue hasta la tarde del día siguiente que reportaron
que había un hombre muerto en un tambo -especie de segundo piso- de un rancho
de mar abandonado, no lejos de la finca de Chico Tripa, en un paraje bello, pero
muy desolado, no lejos de Santa María del Mar.
Dos testigos dijeron haber visto pasar su
jeep al caer ya la tarde, acompañado de una muchacha, quien, muy melosa, iba
sentada cerca de él, en el asiento delantero.
“Recuerdo la cara de la señora cuando lo fuimos
a dejar a su casa”, siguió Rufus, “después de las pruebas forenses de rigor. Ella
estaba con una cara descompuesta por la cólera”.
“En la vela, ella no recibía los pésames”, puntualizó.
“Se fue a la puerta contigua donde estaba tendido Don Ildefonso, que es como otra
casa dentro de esa vivienda solariega, allí en Santa Ana. Sentada, recibió de
mal modo a quienes pretendían darle las condolencias. Las primeras personas que
quisieron ofrecerle el consabido y gastado abrazo de ‘Lo siento mucho’ —el que
aquí en Ciudad Fiel se ejecuta con tanta teatralidad y fingido aire de familia—,
ella les dio un firme empujón de rechazo.
“’ ¡No, no, no!’, dijo doña Mirna con
evidente molestia e indisimulada contrariedad. ‘Ando desgajado el brazo; me caí
en el baño y me duele horrores que me quieran abrazar. Ni tocarme que me
perjudica’. Los siguientes concurrentes que fueron llegando a la casa, desistieron
de plano de hacer el aspaviento convencional del “¡Cuánto lo siento!”, ya
advertidos de la inconveniencia del gesto”.
Alguien le preguntó a Doña Mirna que, si
acaso ella tenía en la casa algo de viandas que ofrecer a los visitantes; pero aquel
gesto fue inédito, ya que ella era considerada como la encarnación de las buenas
costumbres, la fina educación y el discreto recato:
“¡Esta dijo Mena, hijueputas!’, se expresó con
indecorosa procacidad, haciendo la señal de la guatusa —doble en cada una de sus
dos manos—. “¡Que estos coyotes vayan a hartarse a cuenta de otra pendeja!”
No obstante las molestias, el velado no dejó
de tener nutrida concurrencia. Algunos, por su iniciativa y cuenta, mandaron a
comprar licor. Luego, con naturalidad, les pidieron a las dos ayudantes
domésticas, unas mesitas para jugar cartas.
Al saber esto, Doña Mirna, muy indignada, le mandó un mensaje acre de “que
fueran a jugar enfrente, a la acera del cine: que su casa no era un casino ni
un garito”, instruyendo de inmediato a las dos ayudantes que tomaran unos
baldes con agua para lavar la acera, acto que terminó con las pretensiones de
los varios reconocidos tahúres. que allí, como por encanto, se habían dado cita.
La noche transcurrió sin más eventos. A las
9.00 a.m. del día siguiente, el féretro fue llevado a la iglesia. Doña Mirna…allí
también brilló por su ausencia.
“Y ya en el cementerio, pofi…”, manifestó Rufus,
para no perder detalle, “allí vino lo más increíble”.
Cuando llegó el cortejo fúnebre a la fosa, aconteció
que una de las señoras, todavía muy atractiva y de macizas carnes, quien, ante
la ausencia protagónica de Doña Mirna —la mujer se llamaba Rosalba Cadenas— tomó
el liderazgo de la ceremonia, tal cual como si fuera su muerto.
Algunas otras mujeres allí, de inmediato, aseguraron
que Doña Rosalba había sido, por años, amante del finado. De pronto, nadie supo
de dónde, un lujoso vehículo con un tremendo equipo de sonido se aproximó a la
sepultura que aguardaba lo suyo. Pusieron al máximo volumen My way, la
canción que ahora, Doña Rosalba, aseguraba a viva voz, que a ella el difunto le
había instruido que le pusieran al enterrarlo.
—¿Y eso fue todo? —le pregunté a Rufus para que
fuera minucioso en su narración.
“¡Agarráte duro, bróder!”, me respondió. “Cuando
la música del carro estaba en lo más alto…, allí fue que entraron los
mariachis. Eran Los Duros de Durango; no mexicanos, sino de aquí nomás, del
Barrio Pekín, quienes ingresaron cantando “Que te vaya bonito”. ¡Pero pasaron
de largo por el agujero, y se fueron a cantarle únicamente a Doña Mirna! Ella
se había ubicado a prudencial distancia de la fosa, retirada, como en una protesta
silente, pero muy airada. Fue una verdadera
confusión la que había en ese momento, puesto que, aunque algunos ya sabían del
agravio; otros, los que solo llegan al cementerio para despedir al viajante, no
conocían detalles de lo que estaba aconteciendo.
—¿Ninguno intervino? —pregunté—. ¿No había
allí otros parientes o familiares de Don Ildefonso?
“No que se supiera”, replicó mi amigo. “Cuando
terminaron los mariachis, a Doña Mirna se le vio caminar e irse aproximando hacia
la fosa”. Fue allí que cuando ella llegó, que delante de todos, le metió un sonoro
carterazo a un señor, quien acaso con ingenuidad, quiso abrazarla para darle el
pésame”.
Alguien pidió en voz alta otro de los
rituales infaltables -y no exentos de dramatismo y aparatosidad- que casi siempre
ocurren en los entierros: “¡Veámoslo por última vez!”.
Antes de abrir la ventanilla del ataúd, ya
estaba allí, en medio del barullo, y ahora justo al lado del muerto, Doña Mirna.
Su rostro y expresión ya se le habían morigerado, atenuando su rencor, al
parecer, con su cristiana actitud; acaso la piedad y la misericordia habían
reemplazado a la hiel del escarnio y al vinagre del encono, fuegos que ella sentía
por la afrenta que le había hecho el difunto; bofetada moral, porque ya todos
sabían lo que el deceso significaba para ella: la lujuria de su esposo, aun en
articulo mortis; la muerte en un episodio de fornicación in-fraganti.
Fue entonces que sus “mariachis callaron” …, a
como dice aquella canción.
“Voy a recitarle…,” dijo una digna y altiva Doña
Mirna, “voy a declamarle una décima, ya que, a él, pues le gustaban tanto, y
que las dedicó al por mayor a varias de las que hoy aquí, y no por casualidad,
estamos presentes…”
Acto seguido, como para que la escucharan
mejor, con una agilidad pasmosa para su edad y sus libras añadidas, Doña Mirna dio
un brinco felino y se subió sobre una lápida contigua, y desde allí, ahora en altura,
aclarándose la garganta, en voz muy alta, a manera de despedida, así declamó:
“Viviste en falsa promesa,
Jurándome amor y virtud,
mas te ganó la inquietud
de tu infame ligereza.
Tu cuerpo, presa indefensa,
cedió en plena travesura,
pagaste con tu locura,
no hubo forma ni conjuro,
te creías un tan astuto…
doy gracias mil a Dios,
que ya descanso de vos,
gran puto”.
Santa María del Mar
7-febrero-2025
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