Trocha al Crepúsculo (15-enero-2025) Autor: Carlos R. Flores
Trocha al crepúsculo
Al regresar de País Sur, me prometí que cuando empezara a
trabajar, lo primero que haría sería ahorrar para comprar un terreno y construir mi casa. Había conseguido un
empleo en una compañía estable, por lo que tracé mi estrategia financiera para
hacerme de ese ansiado pedazo de tierra, al que, con suerte, un día le llamaría
mi hogar.
En ese entonces vivía yo en el sector del kilómetro
nueve, no lejos del Hotel Lucomo, que como saben, desapareció hace varios años.
Corría el invierno de 1994. La zona era el extrarradio de la ciudad, un ambiente
mucho más rural que urbano. Recuerdo que
el modesto lugar donde alquilaba era una de esas viviendas que ahora, con la
transculturización, algunos les denominan town-houses. Al pequeño
reparto cerrado le llamaban “Los Chalés”, por sus pequeñas viviendas de dos
plantas y remate del techo en V invertida, que, al parecer, el arquitecto local se
inspiró —no sin varios equívocos— en un chalé estilo suizo, resultando en un concepto
híbrido, y con el defecto de muy poca ventilación.
Evoco que la carretera principal hacia Sierpe Colorada
quedaba a ochocientos metros exactos de la entrada al bloque de seis casas; todas idénticas, con la misma arquitectura y acabados, que el arrendador común y
propietario, había construido.
Yo estaba en el proyecto de bajar de
peso, para lo cual, desde que entré a laborar a aquella compañía, me discipliné
para hacer trote diario. Esto lo practicaba por las mañanas; saliendo a completar
el circuito que discurría, desde mi lugar, pasando hasta más al sur del hotel
Lucomo; un trayecto que, en redondo, completaba los cinco kilómetros.
Cuando por alguna razón no trotaba en las mañanas, era
seguro que la rutina la completaría por la tarde, a partir de las 5.30
p.m. Ese día, recuerdo que salí temprano
del trabajo y arribé a la casa; me cambié a vestimenta deportiva y salí a hacer
la sesión correspondiente. El sendero empezaba
en pavimento, y se prolongaba con un descenso suave; luego hacía una izquierda
y entraba en un camino de tierra pintoresco, el cual transitaba por entre unos hermosos
guanacastes a cada lado; había también espaveles en ciertos puntos, y evoco unos
frondosos genízaros, así como uno que otro jiñocuabo, cuyos troncos lucían, tal
cual como otros le denominan a ese árbol: “indio desnudo”.
Antes de llegar al final de esa ruta, esta iba
estrechándose en una trocha angosta y remataba, como un tope, en un enorme peñón.
Allí había una bifurcación, en donde, a cada lado, se ingresaba a dos espléndidas
casas-haciendas. El acceso a ellas era restringido, por lo que había que detenerse y emprender la vuelta.
A unos quinientos metros antes de terminar el recorrido,
se encontraba una pasada estrecha. La trocha transcurría por el medio de dos
paredones escarpados, los cuales se prolongaban a lo largo de unos cincuenta
metros. Siempre que transitaba por allí, me llamaba la atención el corte a cañón
que tenía esa especie de colina de basalto partida en dos.
Ese día de invierno, antes de llegar al punto de esos taludes, memoro que vi mi reloj: marcaban las 5.45 p.m. La claridad
de la tarde iba ya en fuga. Marchaba a un buen trote y me aproximaba a esa
pasada, en donde, por efecto de la sombra proyectada por las paredes en vertical, la luz era más tenue. Vi entonces, en el medio de ese punto del
camino, a una silueta. Esta se movía de izquierda a derecha. Al conocer ya las características de la ruta,
juzgué inevitable el encuentro, por lo cual, me preparé para saludar.
Noté la fisonomía de la figura. Era un masculino joven, de
no más de treinta años; vestía traje de fatiga, de camuflaje, de esos que se
usan en los ejércitos. Vi los ruedos de
su pantalón; estos remataban apretados en los calces de sus botas militares. Lucía
muy delgado, y me pareció, como seña particular, que en su cuello tenía algo puesto.
Su cabello era estilo militar, corto como el de un recluta; hirsuto en sus
brotes. Se movía con cierta lentitud, como si, a su vez, él me esperara,
manteniéndome fija la mirada; esta era remota, con ojos pequeños y vidriosos. Tenía
ojeras prominentes.
Al faltarme poco trecho para llegar al punto de encuentro,
bajé el ritmo, actué con naturalidad, listo ya para saludarle. Fue entonces que
—creí o recordé— que algo a un lado del camino, de súbito, me llamó la atención.
Por unos segundos, aparté mi vista de la figura a la que iba yo acercándome.
Una vez que recompuse mi punto de visión, noté con
extrañeza que el individuo había desaparecido. Al llegar al espacio que él
recién había ocupado, me detuve por completo. Me pregunté cómo pudo haberse
desvanecido. Observé las paredes
cortadas de manera abrupta; no había forma que alguien las pudiera escalar así
por así y en cuestión de segundos; acaso solo con una milagrosa excepción de ser
una cabra montesa, algo impensable y hasta risible en ese tiempo y lugar.
No sin asombro, al cabo de unos treinta segundos de
observación, retomé la marcha. Durante el regreso, pensé que a lo mejor yo podía
enfrentar una situación de seguridad personal; es decir, que el hombre, a lo
mejor me estuviera esperando, y tal vez para asaltarme. Juzgué esto improbable,
ya que no cargaba nada de valor o de utilidad; tal vez, solo mis zapatillas deportivas.
No le miré al regreso.
En los días siguientes, durante eventuales recorridos vespertinos,
le avisté otras veces más. Siempre en la misma forma y expresión corporal. Lo divisaba
a la distancia en el mismo punto; imperturbable. Él me veía con una mirada
lánguida y distante. En su semblante tenía marcada una expresión triste, y a la
vez, como ausente, o acaso, vacía.
De manera invariable, él salía de la izquierda; volvía la
mirada hacia mí, expresando con su semblante un sentimiento de soledad y de abandono;
luego, parecía introducirse en el lado derecho de la pared de roca sólida de la
colina partida en dos. Su talante y aspecto era como el un soldado que, ya derrotado,
regresaba a casa; alguien quien ya fue vencido en batalla.
Me dije que la próxima vez que lo divisara, tomaría la
iniciativa y le hablaría, para que él no tuviera oportunidad de escabullirse. Con
los días, aunque yo quería esclarecer la situación, evitaba, de alguna manera,
hacer el trote vespertino. Optaba por el recorrido matutino.
Aquella vez, recuerdo que era viernes. Al salir temprano del
trabajo, me vine a hacer mi sesión de trote. Tenía ya más de quince días de jornadas solo por
la mañana. Al llegar al punto, no le vi.
Juzgué que todo había sido algo fortuito o casual. “Es alguien…”, ¡claro está!,
me decía yo, queriendo deducir con una lógica que me resultaba más bien
patética,“quien cuida allí algún punto del camino, o muy probable que sea un
vigilante de cierta propiedad intermedia, la cual no es visible desde fuera”.
Me dije que sería la última vez que yo pensaría en esos
encuentros; esto, para no distraer la mente con pensamientos ociosos. Esa
tarde, al retornar por el sendero, iba motivado por mi creciente rendimiento, al
haberle reducido algunos segundos al tiempo de recorrido. Iba llegando ya a la
vuelta que precedía al trecho de paredes empinadas.
Fue entonces cuando le vi.
—“¡Hey, amigo!”, le grité antes de darle la oportunidad de
que se escabullera. “¡¿Usted vive por aquí?!”, repetí para asegurarme que
estaba viéndome y que le estaba hablando a él. “¡Es que quiero hacerle una
pregunta!”
Un silencio absoluto.
Yo sentía que, más que ir al trote, mis piernas volaban al
fatigar los ya pocos metros que me separaban del hombre que cruzaba la trocha.
Me le acerqué. Mi mirada se encontró con la de él; era un duelo de quien primero
bajara la vista, aceptando o tolerando la mirada dominante del otro.
Reduje las zancadas para no hacer contacto físico y
tropezarme con él. En la penumbra, le observé
a pocos pasos de distancia. Volteó hacia
mí su cabeza, como cuando alguien atiende un llamado, pero sin perder la dirección
que lleva su cuerpo. Alrededor de su cuello, vi que tenía una especie de bufanda
de tela blanca, con profusas manchas de sangre oscura, acaso brotándole en el
acto, como si se cubriera una herida. Sin dejar de mirarme, puso su mano
izquierda sobre ese trozo de tela, como quien quiere bloquear una hemorragia, o
bien, calmar un dolor.
En el último segundo, al yo quererle hablar así, frente a
frente, él siguió caminando, sin quitarme la mirada, hasta difuminarse como un
espectro vaporoso, o como una sombra en fuga, dentro de la pared de piedra que se
levantaba en vertical a ambos lados de ese punto, ya dominado por la oscuridad
de la tarde moribunda.
Experimenté estupor y asombro; pero en mucho mayor grado,
percibí un miedo desconocido e inédito: el acaso de estar yo perdiendo la razón.
Supuse que me había esforzado en exceso con los ejercicios físicos, y que estos,
me estaban provocando visiones o espejismos.
Dormí con una inquietud rebelde, a la que no pude dominar.
Opté por tratar de no pensar más en ello, sino que, en concentrarme en la reunión
de mañana con Graham, el explorador de terrenos, quien me había llamado ayer
para decirme que el sábado me mostraría dos propiedades que estaban en venta, en la misma
zona de Lucomo.
Graham me llamó temprano. Confirmó que me esperaría en su casa, a las 3.00 p.m.; que lo pasara recogiendo en mi vehículo
para visitar los dos sitios.
La gira reveló ser muy provechosa. Una de las propiedades vistas
era, para mí, acaso la ideal.
Ya de regreso, pasamos por el punto donde, al trotar, yo
doblaba para ingresar a la trocha.
—Aquí salgo a hacer ejercicio de vez en cuando —le dije a
Graham con ese orgullo absurdo que uno asume cuando piensa que, por hacer
ejercicio físico, se tiene cierta superioridad moral con los que no lo hacen—.
Voy hasta el final del camino y luego doy la vuelta.
Un silencio incómodo en la cabina del vehículo.
—Tenga cuidado y no lo vayan a asustar —Graham me dijo
sin hacer contacto visual—. Allí de tarde, sale un aparecido.
Sentí como que el espacio-tiempo se había detenido.
Supuse, como si fuera un mal sueño, que este diálogo no estaba ocurriendo. Poco
después, más que miedo, sentí una curiosidad rara.
—¿Cómo es eso de que a uno lo asusten allí? ¿Habla usted
de un muerto, Graham, o algo así?
—Ciertamente. En el medio del camino aparece el espectro
de un muchacho, al que lo mataron allí mismo, durante la guerra del 79; a
mediados de Julio de ese año. Era un soldado de las fuerzas especiales de la escuela
de infantería de Nacho El Joven. Estaban de patrulla. Los emboscaron y a él lo hirieron
de bala en el cuello. Murió desangrado justo en el paso que se conoce como Los Paredones.
Allí también está enterrado. Hace ya muchos años, vinieron unos familiares a querer
localizar el sitio y exhumarlo, pero nunca lo encontraron. Varios lo han visto
al atardecer.
No dije nada.
—¿Qué le pasó? —me dijo Graham—. Lo veo pálido.
Autor: Carlos R. Flores
direccion@cambiocultural.net
Comentarios
Publicar un comentario