Lecciones de un Empleo Tóxico: Cómo Sobreviví al Reino de Don Carlíveris
Por: Carlos Romano Flores Molina
direccion@cambiocultural.net
Recuerdo aquel día como si fuera hoy. Era
mi cumpleaños 17 y empezaba esa jornada a trabajar en aquella empresa, en la
cual el padre de mi amigo Humberto Díaz me había recomendado para un modesto puesto junior administrativo. El agua que caía de la ducha estaba tan fría esa mañana, que
la sentí como un verdadero exorcismo que alejaba cualquier mal pensamiento.
Me dirigí hacia la empresa, situada a unos cuarenta y cinco minutos en bus. Conocí allí al propietario de esta. Un hombre de mediana edad, con barriga prominente, que tensaba los botones de sus elegantes camisas, haciéndome imaginar que podrían salir disparados en cualquier momento. Desde cualquier perspectiva, era un legítimo personaje.
Carlíveris Napolitano Lucchese, no medía más de 1.50 metros; de complexión rechoncha, con cabeza cuadrada y extremidades cortas. Vestía como un figurín, siempre de traje de tres piezas, camisas con mancuernillas de oro. Una perla, que más bien evocaba un tigüilote, era el prendedor que lucía en sus corbatas de seda. Sus zapatos brillaban relucientes en la oscuridad, tanto que alumbraban el piso por donde transitaba.
Era un cascarrabias en todo el sentido de la palabra. Todo podía marchar a pedir de boca: sus negocios prósperos, su vida familiar y sus contactos influyentes. Sin embargo, siempre encontraba una razón para enfurecerse. Él buscaba cualquier excusa para arruinarse el día. Cambiaba entonces a un estado de cólera tal, que cuando él caminaba los cincuenta metros que separaban su despacho de las oficinas principales, al colaborador que se encontraba en su camino, lo detenía de inmediato y le increpaba para que le recitara cuál era su agenda de ese día; porque eso sí, don Carlíveris Napolitano —o Don Carlis, a secas— no iba a dejar ir jamás la oportunidad tan afortunada de madrear a alguien muy de mañana, para que su día comenzara de una manera magnífica.
A medida que transcurrían los días en ese
mi primer empleo, noté que el círculo inmediato a don Carlíveris tenía ciertos comportamientos, cuando menos, curiosos. Eran cuatro o cinco personas que, al
observarlas en sus manierismos, gesticulación, conductas y actitudes en
general, parecían imitaciones exactas de él. La forma de caminar poniendo la
cabeza de medio lado, mientras movían los ojos de forma continua; los tics nerviosos de
la boca que se repetían sin cesar, la irascibilidad, las palabras
sarcásticas, así como una ansiedad llevada a niveles superlativos era, al
parecer, la forma normal y corriente de comportarse.
Esas no eran todas las conductas. Algo que
evoco ahora eran las expresiones calcadas de las propias frases de Don
Carlíveris. “¿En qué estamos?”, era una pregunta temible que aquel espetaba a
quemarropa a cualquiera cuando él inspeccionaba “La Galera” —una sala estrecha
en donde había diez filas de escritorios alineados en parejas, adosados unos a
otros— y acto seguido, le daba cuatro gritos al infortunado que ese día le
tocaba probar el sabor del “vinagre y la hiel”, para poner a tono y en equilibrio el mundo singular de
Don Carlíveris.
No fueron pocos los que salieron de allí derecho hacia la calle, cuando aquel hombrecillo vestido con un traje de corte exquisito, vociferaba tal cual un energúmeno. Con el tiempo, empecé a notar que donde yo vivía, empezaron a producirse desavenencias, malestares, conflictos de baja intensidad, los que se iban incrementando. Me había vuelto intolerante; alguien cuya mecha de paciencia casi que no se veía de tan corta. “¡Usted no aguante nada!”, era una expresión popular en aquel país, pero mucho más, en la cultura de esa organización. Esto significaba que uno debía tener una discusión frontal, antes que tratar de resolver pacíficamente una situación que, a lo mejor, no era causa suficiente para un conflicto.
Así era el estilo del
fundador, de Don Carlíveris, y de esta forma modelaba las conductas, no solo las de su
círculo áulico, sino también, las de todos los que laborábamos allí.
Un día me noté diciendo con furia “¡Se me revuelve el
estómago del cólerón!” a unos parientes míos con quienes compartía la casa. La
noche me encontró vociferando “¡Ya me volvió a dar el dolor de cabeza por culpa
de ustedes!”, entre otras expresiones que, sin lugar a duda, las había absorbido al laborar allí, y las usaba ahora para justificarme ante los
demás como alguien ocupado en extremo, serio, decisivo; con una pretendida mentalidad gerencial, en el estilo ejecutivo único y violento de
Don Carlíveris, quien era la definición enciclopédica de un gruñón de tiempo completo.
¡Que Dios nos ampare! era la expresión que en aquella oficina se escuchaba en coro, casi que como un rezo de La Purísima, cuando llegaba la hora de revisar los borradores de las cartas dirigidas a los clientes. Que Don Carlíveris —o sus operadores cercanos— descubrieran que había en ellas un error de ortografía, era algo casi que fatal.
No era asunto de dar un simple regaño, sino que el yerro hasta podía terminar en un despido, como aquel que escribió “indiosingracia” —por un desliz al estar revisando un texto a continuación de su almuerzo, lo cual producía modorra y acaso errores— por “idiosincrasia”, en un informe enviado a un importante cliente institucional. La Sagrada Inquisición hubiese podido aprender cosas nuevas para sus atroces oficios, ante lo que le ocurrió, administrativamente, a Erasmo, a ese amable muchacho que cometió el infortunado gazapo.
Fue despedido sin miramientos. No pudo llevarse ni su saco, el cual quedó colgado en la silla donde estuvo hasta el microsegundo antes de que fuera expulsado de La Galera, con lujo de violencia, en una ceremonia o ritual de escarnio y de advertencia para quienes trabajábamos allí.
No sufrieron menos los reproches y las torturas de Don Carlíveris “los que hablan mal en Cervantes”, según él afirmaba cuando le empezó la fiebre fatídica de la corrección al hablar. Para ese propósito fue que contrató a aquella filóloga pelirroja, una redomada fanática también, quien no decía hablar en español, sino hablar en Cervantes.
A Don Carlíveris se le veía bajar de su lujoso vehículo, siempre llevando bajo el brazo, con devoción religiosa, los dos gruesos tomos del diccionario de la lengua española, de María Moliner. Al buscar refinarse, por serendipia, también encontró un nuevo instrumento de tortura para aplicarle a sus subordinados.
“Es un falso pretexto”, dijo al aire uno de los presentes en aquellas celebraciones de cumpleañeros, las del último viernes de fin de mes. Don Carlíveris se puso encrespado, tal como si le hubieran cuestionado la virtud y la honestidad de su progenitora.
“Usted es un zafio, señor
Salas. Eso que acaba de decir es una grave redundancia; indigna de un
profesional de los que trabajamos para esta prestigiosa empresa. Todo
pretexto es falso. Así que corríjase antes que nos exhiba ante un cliente, hablando idéntico a un zote”.
O aquella vez que andaban buscando un cliente en
una oficina, cuando el moreno de Limón dijo con una cara de susto: “No hay nadie”. Fue
allí que Don Carlíveris le reprochó con severidad. “Usted no habla bien en Cervantes, señor mío. Se dice 'Hay nadie'", vociferó aquel gerente con cólera
desatada. “Si usted dice que no hay nadie, con esa negación usted afirma entonces,
por tautología elemental, que allí hay alguien; lo cual es un engaño para todos, porque
allí hay nadie”.
“Testigo presencial”, “Repítamelo de nuevo”, “Conclusiones finales”, “Lo vi con mis propios ojos”, eran pecados mortales de los colaboradores por infringir el sagrado código de pureza del lenguaje de Don Carlíveris.
En un tiempo, en las reuniones plenarias de fin de
mes, llamaba la atención ver a los colegas haciéndose ahora señas entre sí, para evitar hablar y no
incurrir en los errores del lenguaje, de los cuales aquel hombre de dura disciplina
se había vuelto acérrimo enemigo. “¡Modulen, modulen, modulen!”, exclamaba Don Carlíveris durante las reuniones cuando alguien participaba dando tímidamente su opinión.
Sus exigencias ya no solamente eran la corrección y
pertinencia del lenguaje en sí, sino que también, había que corregirnos las
inflexiones de la voz; mejorar los giros, los tonos, los énfasis, para que uno pudiera
no solamente hablar con excelencia —a como él promovía como un fanático— sino que había que subir de nivel: expresarse con entonaciones y claridad en la voz.
A mí dos veces me cagó macizo. Tengo que confesarlo. Una vez estuvo a dos segundos de echarme a la calle.
Mi hablado “era nica”; omitía la consonante
ese al hablar. Por esa razón, un día él, ante mi pregunta en una
reunión “Y entonces, ¿cómo quedan los costos?”, él respondió en tono de sorna y
con acritud: “Los cotos quedan igual de jodidos, señor Rufus, porque no pueden
caminar bien”.
Por accidente, ingresé a una oficina vacía, justo a dos puertas de su despacho. Vi allí, sobre un escritorio, desplegadas al menos unas veinte pastillas y un papel autoadhesivo amarillo que decía: Don Carlis, tuve que salir, pero aquí le dejo su dosis de pastillitas para esta tarde.
Reconocí al
punto la preciosista y perfilada letra de Miurel, su guapa y curvilínea asistente, quien le
coordinaba su agenda, e imagino que también, por conveniencia, su dosificación de
calmantes.
Con sigilo cerré la puerta y me perdí de
nuevo en los pasadizos de aquella amplia vivienda que hacía de oficinas.
Reflexioné que Don Carlíveris no era un loco aficionado; no, no, no, no; no era un demente cualquiera,
sino que....un loco profesional.
Fue aquella vez que un amigo de la familia llevó a
la casa una cámara de video, las cuales, en esos tiempos lejanos, eran aún una
novedad. Cuando vimos las imágenes que él había grabado en forma casual, noté en algunas de las tomas a alguien que caminaba como Don Carlíveris, que movía la
cabeza como él; hablaba a toda velocidad como él, y lucía, también como él, una barriga
protuberante.
Sentí estupor al entender que aquel individuo que encarnaba a un clon de Don Carlíveris, era precisamente, mi persona. Me había convertido en su copia.
Hice la promesa de cambiarme de empleo a la
menor oportunidad.
Una vez más, Dios escuchó mis ruegos. Al cabo de unos meses, una compañía cliente me hizo una propuesta que no pude rechazar, renunciando a aquel trabajo, del cual reconozco y agradezco que me sustentó con dignidad por un tiempo considerable. Tengo gratitud porque él me dio una oportunidad como extranjero en aquel país. Tardé casi un año en desintoxicarme de aquellas conductas contagiosas, las cuales me habían cambiado para peor.
¿Tiene usted su Don Carlíveris?
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