Amor Incondicional a la camiseta (Hasta Que Llamen de Recursos Humanos)
Autor: Carlos R. Flores
direccion@cambiocultural.net
—¿Cómo vas a hacer eso? —me dijo Servanda, una colega a
quien, por cortesía, yo estaba transportando al aeropuerto para que tomara el
vuelo de regreso a su país—. ¡Es un sacrilegio que vayás a poner combustible en
una gasolinera que no es de nuestra marca!
—¿Pero por qué no? —repliqué con extrañeza—. Es mi vehículo,
no es de la compañía. Es mi dinero; no me lo paga la empresa. Creo tener la
libertad mínima de poner combustible donde yo quiera.
—No, no, no, no —respondió ofuscada—. Esa es una deslealtad.
Debemos mantenernos fieles a la compañía. Uno debe ser fiel a quien le paga el
salario.
—Pero debo ponerle combustible a mi vehículo. No hay una
estación con la marca de la empresa en kilómetros a la redonda.
—No, no, no —dijo con ansiedad—. ¿Qué dirían otros si te
vieran haciendo esto? Uno debe ser leal y comprometido con nuestra organización.
La joven mujer era una entusiasta colaboradora
administrativa de la empresa para la que ambos laborábamos; ella en un país del
norte y yo aquí, en mi nación.
Recuerdo que en las reuniones de trabajo era ella quien daba
las alocuciones más vigorosas pidiendo “sudar más la camiseta”, “poner el
corazón en cada tarea”, “dejar el pellejo por la compañía”, así como frases
similares: “llevando el óvalo en el corazón”; “dar hasta el último aliento por
esta empresa”.
Las suyas eran frases más para una gesta patriótica, para
una batalla por la independencia.
La evoco pidiendo la palabra al final de las reuniones de
área, las que tomaban lugar en algún país de la región. Siempre con la misma
tónica: “debemos dar gracias a esta compañía que nos permite destacarnos al
máximo de nuestras capacidades, regresando a nuestras casas tal cual y como
salimos”.
No eran pocas las ocasiones en que ella criticaba alguna
posición u opinión que implicara en los demás un atisbo de pensamiento propio o
una postura de cautela constructiva ante las iniciativas. Murmuraba de “estos
que siempre están bajando las rpm ante el ritmo y emoción que debemos ponerle
al tema”.
En las reuniones regionales, cuando había que aplaudir a
alguno de los ejecutivos que disertaban ante la audiencia, Servanda aplaudía
con tal entusiasmo que, mis propios aplausos —lo confieso— me hacían sentir
apenado; parecía como si yo tuviera dengue hemorrágico, paludismo o algún mal
físico que me impidiera alcanzar el frenesí, el arrebato, el desenfreno, el
éxtasis místico que Servanda alcanzaba al poner sus ojos en blanco y ovacionar
a aquellos ejecutivos que decidían los hilos y las vidas laborales de tanta
gente.
“No me merezco toda esta gloria corporativa que me ha
antecedido”, llegué un día a pensar en una reunión, viendo a aquella colega que
ponderaba las virtudes que, según su entender, debía tener alguien bendecido
con la envidiable oportunidad de laborar para esa organización.
Su vestimenta era, casi siempre, ropa con signos
corporativos de la empresa: camisetas promocionales, emblemas en la solapa.
Usaba un broche que evocaba a un felino, el cual lucía, de manera curiosa, con tres
pelos en su cabeza. Ese botón lo llevaba a la altura de su corazón, junto a
otra memorabilia diversa de la empresa.
Su oficina, la cual conocí en más de una ocasión, era más
bien un cuarto lleno de estantes con materiales promocionales. Las paredes
sostenían artículos de branding y merchandising corporativo.
“Sale más tarde que nadie de la oficina”, contaba otro colega, un amigo común.
“A veces es la que apaga las luces en el departamento”.
Trabajar una jornada hasta las ocho, nueve o diez de la
noche era para ella “lo normal”. En varias ocasiones le escuché decir que “es
el mínimo vital que debo cumplir para alcanzar las metas que esta compañía me
ha encomendado”.
No podía haber una colaboradora con más entrega y dedicación
a lo que hacía. Recuerdo haber visto en su maleta de viaje una especie de
gafete o placa plástica sujeta a la agarradera. “Mística: actitud y compromiso
profundo que un colaborador debe tener hacia nuestra amada corporación”. En la
bolsa de su computadora portátil había otra: “Proactividad en nuestra empresa
es: anticiparse a los problemas y oportunidades, tomando la iniciativa sin
esperar a ser dirigido”.
En ese entonces, supuse que si en verdad existiera un
colaborador modelo perfecto en el mundo, y si Wikipedia o la Enciclopedia
Británica se decidieran a desarrollar una entrada sobre la conducta ideal o
platónica del colaborador universal, sin el menor asomo de duda, allí estaría
la foto en colores de Servanda Juliana Althoria Peleter, el modelo a seguir por
todos y cada uno de los terrícolas que laboran en una empresa.
Tiempo después, acaso un par de años de nuestra última
reunión, se avecinaron cambios en aquella organización. La arquitectura
matricial de los procesos administrativos obligaba a una “optimización con
sentido”, a una “reorganización estratégica”, para “quitarle grasa a la
organización” y “alcanzar los premios y recompensas por la reducción de gastos
innecesarios”, según la jerga hueca de costumbre.
La nueva gerencia llegó con su portátil de encargados y,
como quien saca huevos de una caja, fueron colocando nuevas personas en las
posiciones —ahora reducidas, fusionadas y alineadas a otra gloriosa línea
administrativa que “garantizará el éxito continuado de nuestros esfuerzos por
mantenernos de número uno en el mercado”.
Servanda recibió un día una llamada de su nuevo supervisor
para que lo viera en su oficina. Aquel era un tipo, cuando menos, curioso. De
hábitos nocturnos, llegaba a la oficina a trabajar a las seis de la tarde y a
esa hora programaba las reuniones. Su comida no se distanciaba ni un ápice de
lo que ofrecía el menú de comida rápida de un establecimiento por todos
conocido, pero que te da pena decir que te gusta.
La reunión con Servanda fue rápida e inequívoca. “Estamos
optimizando procesos y hay personas a las que vamos a decirles adiós”, dijo
aquel hombre de una manera impersonal, tal si hablara del clima o si confirmara,
con certeza, cuántos anillos tendrá el planeta Saturno.
“La esperan en Recursos Humanos”, fue la última frase que
aquel individuo de lentes de marco grueso le dijo.
Esa fue la elegía fúnebre de su carrera laboral de trece
años en esa empresa.
Acto seguido, el hombre de las gafas levantó el teléfono y
marcó su número favorito, para que le enviaran dos combos número uno agrandados
y dos malteadas de chocolate.
Usted tendrá sus deducciones de esta historia verdadera. Al
menos, le puntualizaré las mías:
- Por
más que le digan, ningún trabajo es su casa; ni los que allí laboran son su
familia. Nada más equivocado que esa noción ilusoria. Si en algo se
parecen, claro que sí, es a una galera romana: todos allí son galeotes y
deben hacerle caso a la figura del cómitre (no digo comité, sino cómitre.
Si tiene duda, googlee este término, por favor).
- Solamente
sus hijos y su cónyuge (o sustituto funcional) se acordarán de las horas
tardías que usted se quedó trabajando en la oficina… corriendo tras el
viento.
- No se
ilusione con lo que es ajeno. Es mejor ser cabeza de ratón que cola de león.
¡Cuánta razón tenían los abuelos!
- El
ser humano es un animal de costumbres. Acostumbra a hacer lo que le
protege temporalmente. Hacer teatro es bueno, pero solo si usted tiene un competente plan B.
- Vivir
es, de por sí, un oficio peligroso. No lo haga más riesgoso asumiendo
posturas innecesarias.
- El
hámster da vueltas en la rueda, pero sabe que no va a ningún lado porque
la puerta de la jaula está siempre cerrada. Algunos somos irracionales y no vemos la puerta
cerrada. Abramos bien los ojos ante esas jaulas invisibles.
- Mantenga
cerca su caja de lustrar. (¿Qué es eso?) Había un multimillonario centroamericano que
tenía una caja de lustrar justo al lado de la entrada de su despacho.
Cuando le preguntaban para qué tenía eso allí, él respondía: “Cuando niño,
aprendí el digno oficio de lustrar y empecé a ganarme la vida como
lustrador, sin depender de nadie. Siempre la tengo a mano porque la
vida es impredecible. No vaya a ser que un día me toque volver a ganarme
la vida a como aprendí”.
Carlos Romano Flores Molina
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