¡Cuánto te amamos, tía Lory!
Vi a mi madre que, con alegría, sostenía en su mano la carta que esa mañana le habían llegado a dejar del correo. Era de la tía Lory, aquella prima lejana, quien emigró al Gran Norte siendo apenas una adolescente, cuando en el puerto de Terebinto, uno de los oficiales de un acorazado que durante un mes estuvo en visita de buena voluntad, se enamoró de ella sin remedio. Aquel marino profesional no perdió tiempo e hizo arreglar sus papeles, mandándola a traer un mes después que el buque había partido. En la familia, a grandes pinceladas, todos conocíamos la historia —¿o leyenda ya? — de la tía Lory. Sí, aquella joven de las fotos borrosas y en color sepia en donde se veía una morena altiva, con un rostro que evocaba a una Sophia Loren en sus tiempos más sazones. Ella enviaba a mi madre una carta, acaso cada tres o cinco años. Según decía mamá, la suerte de la tía Lory había sido única en su género. Además del dinero en abundancia que ella disponía, originado por e...